Wednesday, November 21, 2007

Nunca quise


Barragán fue mi enemigo en la Secundaria. Jamás le conecté un jab de zurda porque mi lado mariquete me permitió como máximo romperle la camisa, darle un empujón en el esternón y esperar nervioso a que llegaran mis cuates a separarnos antes de que dizque me lo guameara. Si mis amigos-guaruras no hubieran brindado el auxilio, yo me habría tragado dos molares, tendría una oreja y permanecería soltero gracias a una nariz similar a la del negro Zorullo. De mi virilidad seguro no querría hablar.

El monigote era más alto que yo, mucho más atlético que yo y mucho más feo que yo, aunque su nutrido número de acostones podía hacer cuestionable el último punto. Vivía para joderle la vida a todos y para joderse a todas. En mi caso, me era tan abortable que tuve la osadía de apodarlo "El supositorio". Cuando se enteró, este chiste rectal le causó despertar a diario en estado de combustión y juró por el chamuco que yo no llegaría a viejo, pues en cuestión de días me dejaría con dolores de anciano después de ponerme una patiza que, gracias al Beato Marcelino Champagnat (guardián de las escuelas maristas donde no hay nombres, sino apellidos), jamás se concretó.

Cada miércoles a las 4 PM, para clase de deportes, el Salón 16 del Colegio México esperaba trancazos. Alguna vez se apostaron todos los Doritos de la cooperativa a cambio de atinarle al día en que "El supositorio" y yo nos daríamos el descontón que develaría al mero "pipiripau" de tan morbosa rivalidad. El problema es que éramos súper pussies. Mucho empujoncito, mucho levantón de cuello, mucho "¡Qué güey, cuando tú quieras nos matamos!"... pero nada.

Esto sucedió en los años gloriosos del México, cuando aún no se aceptaban mujeres, cuando podían contarse chistes marranos y cuando el profesor más pulcro en el aula era cómplice de habladurías callejeras en el patio. "Si no mejoras tu boleta en mi clase, al menos sorpréndeme madreándote a Barragán", me decía de modo retador el profesor Gallegos, mejor conocido en el inframundo como "El inmortal", ya que al padecer un problema motriz tenía nulas posibilidades de estirar la pata.

Siendo franco, yo sí le sacaba a "El supositorio" por el historial de víctimas que mi staff de informantes tenía registrado a su cuenta. "No te hagas güey, te va a desfigurar", me advertía el pacífico Resillas, quien cumplía con el apodo de "El 41" que todos los salones de clase, sin excepción, tienen.

El desaguisado más grande que me provocó mi acérrimo enemigo se dio en tercero de Secundaria, cuando se decretó la inédita inscripción de mujeres al Colegio México. Apareció en las listas una damisela buenona a la que se le colocó radar de inmediato y se le apodó "Charalita", ya que todos los tiburones pretendíamos grandes porciones de este pescadito al que le agradó ser el primer motivo de aleteo vivencial del "México mixto". Yo (error) opté por la vía romántica para el ligue, pero mi enemigo aplicó el chacaleo y la doncella aceptó la ruta rápida.

Tuve ganas de hacer pimienta a estos dos cachonditos cuando supe que habían protagonizado un encuentro endocrino en la sala de proyecciones, pero aguanté o -traducción- le saqué a la posibilidad de que, en el intento, este idiota terminara haciéndome calzón chino enfrente de ella (función similar a la de un supositorio). Este recuerdo es la confirmación de que yo no era un buscador de peligros o un aspirante a la eutanasia prematura a través del castigo corporal. Por ende, podría decir que también fue mi primer destello de vanidad.

De vuelta al presente, hace unas horas di con un foro de ex alumnos maristas en el que supe que Barragán, el legendario "Supositorio", el tipo que me amenazaba con hacerme pinole y el larguirucho que siempre fue mi entrañable enemigo, falleció en junio tras un accidente. Por primera vez, el tipo logró conectarme un golpe del que no me he repuesto; tengo los ojos desorbitados, el hígado destrozado y el mentón partido. Algo sangra. A mi cabeza ha vuelto aquella frase suya de "¡Qué güey, cuando tú quieras nos matamos!".

Y hoy me doy cuenta de que no quiero. Nunca quise.

Thursday, November 15, 2007

Cinco odios y un agrado


Hace seis meses recibí de mi buen amigo Miguel "Barbitas de espadachín" Briseño una invitación para exponer un puntuario que se denomina "Cinco odios y un agrado". Aunque tardé un poquitín, cumplo finalmente con la misión y pongo mis seis incisos:

- ODIO al naco que quiere hacerse pasar por fresa. Porque si bien entiendo que todos los fresas tienen su lado naco, no todos los nacos tienen un cariz popis. Esto se relaciona con los wannabe's o con los que quieren ser como otros del modo que sea. Ser un estafador frustrado de personalidades es patético. Y peor aún... no darse cuenta.

- ODIO el insomnio monotemático. Con esto me refiero a la noche en que uno no puede dormir de corrido porque acaba de soñar con algo muy específico y que se queda estático (como una página trabada en la compu). Regresa la siesta y despierta de nuevo con el mismo tema en mente. Ya por ahí de las 4 AM uno empieza a desesperarse y a buscar leer un libro o prender la tele para que esas mugres imágenes se esfumen de una buena vez de la cabeza. Y ni así.

- ODIO que una mujer se escote y luego tache de "asqueroso", "gato" o "libidinoso" al tipo que se le queda viendo a las gemelitas. Dudo de las que dicen que lo hacen para sí mismas, porque no le veo explicación razonable que no tenga que ver con ego (que obsequia el sexo opuesto). Si vas a enseñar, enseña también que asumes el costo de dicha "puesta en escena". Quienes salen con que lo hacen por comodidad, mienten. En ese caso, cualquier cosa a medias... incomoda.

- ODIO todo lo que le puedan poner a un chocolate. Me fascina la mentada barrita café, pero sin que contenga almendras, avellanas, cacahuates o todo lo que pueda modificar el sabor original de la golosina. Tampoco me gustan las nueces y, mucho menos, las pasas.

- ODIO a Bono y, en gran parte, a U2. Sé que voy contra la mitad del planeta, pero me vale tres cacahuates. Su música no me emociona en lo más mínimo y, en cuanto al irlandesete que tienen por vocalista, se me hace el tipo más demagogo (y populista) del espectáculo. Hace dos años sus propios compañeros de la banda (especialmente The Edge) admitieron que su líder había tomado como rehén a la banda para abanderar causas sociales ruidosas, pero muy poco efectivas, además de perderse en algo que lo único que ha hecho es acrecentar su ego. No lo dije yo.

- Y como AGRADO, existen miles, pero seleccioné una curiosidad que no tiene que ver con mi conocida afición por las boobies. Amo el momento en que, cuando uno está pajareando, platique y platique y comprando papitas y chelas, viene de pronto el apagón que anuncia que el concierto va a empezar. Repito, sólo aplica en los apagones bruscos, porque luego hay otros en los que la luz desciende poco a poco como para dar chance de que todos vayan tomando su lugar. Nada como que sea de golpe, nada como la sorpresa que siempre va acompañada de un alarido brutal de la manada en la arena o el estadio. Escalofriante y maravilloso. Cada que sucede, me pongo loco.

Tuesday, November 13, 2007

Dos mudos en Piccadilly


Nos sentamos uno junto al otro en la fuente de Piccadilly Circus... y guardamos silencio. Vimos que la brisa nos salpicaba y recorrimos unos metros a la derecha. Tomamos asiento... y de nuevo guardamos silencio.

Hermanos durante casi 20 años y sin algo qué decir en nuestra última noche en Londres. Maldita pena de familia, maldito miedo a la "soledad de dos" y a asumir la hermandad con todas sus letras. Parecía preferible evadirnos con el bullicio y con la gente que al pasar y pasar siempre sirve para distraer y vulnerar el más elemental sentido de profundidad. Para que la franqueza se esfume basta la fuerza magnética del mundo exterior. Ese movimiento atroz que llena de nada.

Por algún motivo, en esta última noche que pasaríamos mi familia y yo en Inglaterra a mitad del año, fui por Alex a su cuarto de hotel para salir y, así, contar con un cómplice de nostalgias, las que siempre y sin excepción florecen en el extranjero. Quise cocinar una velada especial junto a mi hermano y comernos Londres de un mordisco; quise planear una charla ajena, en un sitio ajeno y bajo una noche ajena a nuestro pasado de indiferencia.

Pero ya en Piccadilly, el ruido de la fuente era más que nosotros. Parecíamos estatuillas que no se miraban por temor a decirse algo con la mirada que pudiese derivar en un legítimo testimonio de sinceridad. Aún con tanto qué decir por otro tanto que nos callamos durante años, seguíamos en silencio y elucubrando con el interior del otro. Mientras yo le atribuía un dejo de vergüenza infantil que le impedía expresarse, él me traducía como el hermano mayor que, por simple cronología, debía hablar primero. Surcábamos las entrañas, pero ninguno mostraba destellos fuera de parpadeos insolubles y soplidos mecánicos.

Yo quería decirle cuánto cariño mudo le he profesado desde que a mis 10 años cargué al bebé que ahora era un flacucho joven sentado a mi lado, pero sólo alimenté mi ansiedad con un taloneo que me hacía fingir frío y sentirme inútil. Fui aún más hipócrita cuando lo conminé a sacar la cámara fotográfica para ser más turistas y menos hermanos. Él, fiel a mi ejemplo de evasor del interior, empezó a disparar y a atrapar instantes con cada descarga. Así logramos una noche más difusa, más fría. Si acaso las fotos salieron bien.

Lo único distinto era que, por vez primera, los hermanos estábamos cerca. Bloqueados y borrosos, pero cerca. Esta noche se colgaba de miles de noches pasadas que se atoraban en las laringes de dos mudos con voz. Y nuestra lengua pendía de un presente que lo único que tenía de presente es que no se sentía en ese momento. Paradoja del tiempo.

Deseaba confesarle a Alex cuánto lo extrañaré, cuánta ausencia me abrazará y cuántos pedazos de carencia me caerán encima cuando se marche en definitiva a Europa, anhelo suyo de ayer, de hoy y de aquí hasta que suceda. Quería llenar sus orejas con las palabras correctas para que supiera que siempre lo abrazo sin besos porque mi pena me domina, y que nunca le siembro una caricia porque vivo equivocado, creyendo que un coscorrón me auxiliará en mi afán de esconder cursilerías.

Una noche de melancolía sugerida en Londres, en la que al menos pudimos escuchar lo que nunca dijimos. Una pizca de nostalgia que no se basó en lo que callamos, sino en lo que fuimos entonces... uno junto al otro.

Una hora tras la cual dejamos la esquina de Piccadilly vacíos de palabras, pero saciados por alguna extraña comida londinense que consumimos de un mordisco y de la cual, por desgracia, no tenemos foto.

Wednesday, November 7, 2007

Mi amigo más baboso


Hoy le festejo 10 años de ladridos al mejor y más baboso de mis amigos.

Como toda acta de nacimiento, el que yo haya creído que nació el 7 de noviembre de 1997 es cuestión de fe, pero lo verdaderamente significativo es que Joshua siempre ha estado ahí, salivando estoico a mi lado, agradecido por la comida y muy poco medido al conocer a mi gente (a algunos ha querido arrancarles el brazo, aunque sin mala intención).

Mi ex novia me lo regaló en aquella víspera de Navidad y a la fecha sigo gozándolo como la primera vez. Con los años ha sido más una vivencia que un regalito shalalalesco. Joshua, como buen animalito, ha permanecido noble, fiel, juguetón e incondicional. Tal vez yo le haya fallado en algunas tardes, pero él ha perdonado mis olvidos y crueldades con un fuerte lengüetazo que, si fuese crema, sería suficiente para afeitarme. La baba ha sido su abrazo y su mirada amielada el beso fraternal que nunca podrá darme.

No está educado, pero jamás lo ha necesitado (no aceptaré mi culpa enquistada en su pésima educación). Si bien no saluda con un pase redondo de cola a los caballeros o con una grácil gaonera a las damas que quieren chiquearlo, su ímpetu y energía me bastan. Que nadie le acerque el dedito porque tiene algo de alburero: ve salchichas en lugar de dedos. Más mexicano no se puede. Menos natural no lo querría como lo hago.

Joshua ha inyectado vida tanto en los años felices como en los momentos negros de la casa, cuando ésta era hogar. En la colonia empezaron a conocer a mi padre no sólo como magistral banquero, sino como un distinguido esquiador de asfalto que tenía a este lindo perrazo como lancha. Si uno los veía paseando, siempre podía encontrarse a mi viejo mirando al cielo, no sé si por los jalones del cachorrito o porque se encomendaba a Dios para aquel momento que pudiese ser el del fatídico desnuque. Mi padre dejaba más pelo en la calle que el perro.

Y con mi madre... ni decirlo. Su divorcio fue el hueso que Joshua lamió y lamió, tarde tras tarde, hasta que la herida empezó a menguar. "Cuando Joshua me falte, no sé qué voy a hacer", repetía ella con tanta razón que a la fecha no sé cómo fregados le haré para ladrar como mi amado cuatro patas lo ha hecho en los años en que la casa dejó de ser nido. Varios nos marchamos, pero él se mantiene ahí, mirando desde afuera la ventana de mi madre y parando las orejas cuando alguien mueve la bolsa de croquetas. Aún así, sigue siendo más atractivo el ruido del refrigerador; señal de que se acercan las salchichas de pavo que mi madre le obsequia muy a pesar del veterinario. Mamá de tres que se volvió de cuatro.

Mi gran amigo cumple una década y a esta hora sigue sin reclamar las noches de lluvia en que me fui de antro sin acomodar su casita para que pudiese refugiarse. También sigue sin pedir perdón por arrancar los frenos a aquella camioneta que mi padre compró, episodio tras el cual ordenó se le colocara una reja al patio para evitar más fechorías del cachorrito (la primera cosa que hizo el cuadrúpedo al ingresar a ese espacio enrejado fue escabullirse entre el quinto y sexto barrote, lo que puso morado el rostro de mi padre e hizo que considerara poner su cabeza en una tómbola organizada por vecinos frustrados y dueños de casa inoperantes).

Y mi hermana.... vive en paz. No hay rencor ni sed de venganza de mi perrito hacia ella, aun cuando fungió como patrocinadora oficial del único planchazo vía automóvil que le han propinado a este babosito. "¡¡¡Luis, ven a ver cómo Joshua puede andar en la calle sin cadena!!!", fue el grito salpicado de emoción de Lawrence segundos antes de que mi amigo también salpicara, pero con sangre y chillidos, el pavimento. Siempre nos pidió ir por sus huesitos; ahora lo hacíamos auténticamente.

Por fortuna la catástrofe tuvo un después y aquí estamos, caminando juntos por el mundo y, esperamos, orinando arbolitos por mucho tiempo más. Felicidades, Josh. Si te toca primero, prometo enterrarte, pero si yo la estiro antes, sé buen perro y, por una vez en la vida, pórtate bien y no escarbes.

Friday, November 2, 2007

La niña de vainilla


Cristina tiene 22 años, trabaja en otra área de mi chamba y es una niña transparente a la que jamás le acusé malicia ni atractivo. Pese a las pocas semanas de conocerla, hay algo en ella que ya es perpetuo: invariablemente me saluda con el "¡Hoooola Luiiiisillo!" más fresco e infantil que he oído en mucho tiempo; esto acompañado de una sonrisa crujiente, un abrazo y, sin excepción, un brinquito tipo Barney. Ternura per se, una merolica, toda una sardina fuera del agua.

Ayer, justo después de comer, seguí un ritual que tengo al menos una vez a la semana. Fui por un café, y luego estacioné mi carro en una calle perdida para escuchar un buen disco. En esta ocasión tocó el turno del oscuro "Hourglass" de Dave Gahan, y me dispuse a paladearlo, a solas, durante los próximos tres cuartos de hora.

Puse el freno de mano, recliné el asiento, me aflojé la corbata, distendí la barriga con unos quintillizos al pastor en su interior, y, cual parabrisas, recorrí a la mitad los párpados para convertirme en un oyente completamente absorbente. Y comenzó la música... y empecé a mirar gente, a ver pasar y a no observar, a prestar ojos abiertos y fijos, pero ciegos. Instante delicioso, exquisito, una fracción fuera del mundo, uno de esos ratos necesarios donde se seca el entorno y florece el interior. Un trozo de tranquilidad, de trance, de...

No sé cuánto llevaba levitando, pero sin avisar el vidrio del copiloto retumbó y lo primero que comprobé con crueldad y dolor es que no me había quitado el cinturón de seguridad, así que con el brinco casi clausuro mis días de fertilidad. "¡Hoooola Luiiiisillo!". Me lleva la... "¿Qué haces dormido en el carro?". Mi estimada Cristina a un lado de la puerta pegando brinquitos tipo Barney y yo... en estado de somnolencia babosa. "¡Luiiisillo, hooola!". Finalmente entendí y bajé el vidrio. Cual labrador, ella luego luego alargó el cuello y metió la cabeza para saludarme. Tan tarado seguía que no percaté de que había bajado la mitad del cristal, lo que hacía pensar que la iba a guillotinar en cualquier momento.

Superada mi estupidez, abrí la puerta esperando que Cris dijera "No, gracias, quería saludarte, pero ya me voy". Pero no. Muy mona subió, se instaló en el asiento del copiloto y me preguntó "¿Qué oyes?, uy, ¡me gusta Depeche!". "No es Depeche...", respondí. "Es el vocalista de ellos como solista". "Bueno, es lo mismo. ¿Sabes?, no dormí nada y se antoja dormir y no regresar al trabajo".

Y a mí que se me ocurre preguntar por su desvelo. "Es que tuve un súper round de madrugada con mi galán y quedé hueca". Y yo me quedé frío viendo el tacómetro (creo que aceleraba hasta la zona roja estando el coche apagado): "¿Y cuánto llevas con tu novio, Cristi?". "No es mi novio, es mi galán". Y seguía mi estupidez: "Bueno, es lo mismo". "No, para nada, éste es mi galán y nos vemos para echar dos que tres rounds a veces. ¡Diversión Luiiiisillo, diversión!".

Esta curiosidad de mujer, a quien siempre documenté como un "Froot Loop" gigante con un sentido del humor de vainilla, mutó ante mis prejuicios y de pronto se confirmaba como reserva natural de esos amigos bandoleros que desean disparar una que otra vez de noche... para no perder el toque. Diversión, estupidito, diversión.

"Podría quedarme dormida; no quiero regresar a trabajar", irrumpió Cristi con esa voz de dulce de leche y caramelito. "Te juro que no aguanto, ¿me dejas dormirme un rato en tu carro en lo que oyes tu disco?". "Sin problema", respondió mi resignación.

Y a contar 20 minutos como psicólogo que aguarda una revelación de su paciente. Así hasta que otra vez empezó a moverse el bulto y retornó la energía de la niña de vainilla. Bostezo de dragón, estirón de brazos y piernas (casi le llega la uña del dedo gordo al motor) y esa serie de parpadeos que sirven para resucitar sin exaltarse. "Luisillo, muchas gracias y qué buen disco, me arrulló. Préstamelo un día para enseñárselo a mi novio porque de Depeche le laten dos que tres rolas".

No quise explicarle de nuevo la diferencia entre un disco de Depeche y uno del vocalista de Depeche, pero especialmente evité preguntarle la diferencia entre su novio, al que le gustan dos que tres rolas, y su "galán", al que le agradan dos que tres rounds.