Saturday, June 30, 2007

Concho y Pistachona



Táchenme de cínico, pero ahora entiendo por qué tardé nueve meses en tramitar la reposición de la placa delantera de mi coche.

Superado mi temor a la burocracia tenochca, ayer decidí hacer la renovación de la laminita que, lo juro, no vuelvo a extraviar (si eso sucede, me compro una bici de 3 mil pesos y a la tiznada).

A las 10:45 comenzó mi calvario. Fuimos Mara y yo a la delegación Magdalena Contreras y, apenas entrando, un señor como mafiosón me preguntó qué cosa iba a hacer. Le dije que a tramitar reposición de placa y me respondió cortésmente que eso debía sacarse en la esquina de Oaxaca y Periférico.

Fuimos a un centro de trámites vehiculares, donde, fólder en mano y repasando que no se me olvidara nada, me percaté de que había ocho módulos de recepción y tres fulanos atendiendo: Concepción Gutiérrez (hombre), Isabel María Martínez (mujer) y Santos Olivares (no era frase de Robin ni dos apellidos juntos, era nombre y apellido de un galanazo que se hacía rollito la oreja y comía pistaches para concentrarse mejor).

Me fue asignada Isabel María con un elegante "¡Chabela, atiende porfis al jovenazo de la gorrita que lleva un rato en la fila!". Pero ésta, calmuda como pocas, empezó a hacerme caso cuando terminó de echarse un buen trago de un Sidral Mundet cuya botella, de lo añeja que era, tenía como gis en el vidrio.

"Vengo a tramitar la reposición de mi placa", le dije a Chabelita, quien me solicitó mis papeles con el pistache en el diente y una escasa intención de resolver mi problema: "Mi’jo, junto a cada tenencia me tienes que juntar (quiso decir adjuntar) el boucher del pago".

"Oiga, pero en los requisitos no piden el boucher, basta con el comprobante de la tenencia", respondí. "Pues ni modo, se necesita comprobar que pagaste la tenencia", atacó. "¡Pero el talón de la tenencia es un comprobante en sí mismo!", contraataqué. "Mira mi’jo (un prolongado sorbo a su Sidral) ve a Gran Sur y pide una constancia de tus pagos de tenencia. Sale en 50 pesitos, más que afligirse, uste' aflójese que yo acá cierro hasta las 6".

Chabelita se apropió de mi odio más rápido de lo esperado y, así, sin entender que debiese hacer un "pago" que comprueba que "pagué" mis tenencias, Mara y yo enfilamos hacia Gran Sur (más bien sentí que enfilaba en bici y directito a la tiznada).

Llegamos a otro módulo poco antes de las 3 de la tarde. "Vengo a sacar la constancia de mis pagos de tenencia", le dije a una tal Gloria, quien amablemente me respondió: "Siéntese al fondo. Lo podríamos atender de una vez, pero ya va a hacerse el cambio de personal, así que mejor espere a las 3 y así lo atenderá una sola persona".

Cumplí con la espera, mientras Mara fue por unos duvalines para calmar la solitaria intestinal en un día de perros y, luego de 45 minutos de gestión, salimos con el "comprobante de los comprobantes" de mis tenencias.

Con la irritación dedicada a la mentada Chabelita que me mandó a hacer el trámite más increíble de mi vida, retornamos a las 4 de la tarde al módulo de los pistaches, donde en las ocho cajas ya sólo atendían dos: Chabelita y Concepción (Concho, para los cuates). Ambos... con su décima ronda de pistaches.

"Qué pasó mi’jo, a poco no es de volada Gran Sur pa' sacar la validez de las tenencias". Preferí no contestar y ahorrarme el recital de leperadas que la emperatriz de mi martirio sembró en mi laringe. Cambié todo por un seco y desabrido "Todo bien".

"Muy bien, tenemos todo ahora sí. ¿Gustas mi'jo?", me dijo la duquesa del cinismo, Chabelita, mientras sacaba un paquete de galletas arcoiris (las de bombones blancos y rositas). "No, gracias, provechito", contesté. "Ándale pues, entonces (mordisco a la galleta) espérame por favorcito allá al fondo".

15 minutos de espera y me vuelve a llamar. "¿Ya quedó?", pregunté harto. "No, todavía no, necesito que le eches un ojo a tus datos pa' ver si todo correcto". Le dije que sí y vino otra frase lapidaria: "Muy bien, ya quedó, ahora sólo me tienes que esperar allá otra vez y te vuelvo a llamar".

Fui a sentarme con Mara, quien ya para esas alturas se quería comer la silla de un bocado, por instinto de supervivencia. "Ya casi amor, ya casi", le dije con total duda de lo que estaba pronunciando.

De pronto, el último grito: "¡Luis!, ¡¡Luuuuiiiiissss!!". Mi mamá jamás me pegó un alarido semejante. Pensé que alguien estaba apuñalando a Chabelita (lo deseé), pero no. "Mi’jo, ya estás, ya vas", pronunció mi pesadilla con un castellano quijotesco, mientras me entregaba el documento por el que más he peleado en mis casi 30 años.

"A ver corazón (odio que me digan así), ya acabamos. Esto te sirve hasta septiembre por si algún poli te para. Si para ese mes no te ha llegado la placa, tienes que darte otra vuelta por acá".

Lo dicho. Si no llega mi placa para septiembre, una de dos: o me compro mi bici de 3 mil pesos o me convierto en un asesino productor de pistaches envenenados y galletas arcoiris con tachuelas.

Friday, June 15, 2007

Rebasando Europa por la derecha


Lo logramos. Acabamos de aterrizar en tierra azteca luego de una gran excursión de siete vertebrados por Europa.

A mi padre, mejor conocido como el "Dueño de la fábrica", ciertamente hay que ponerle una estatua no sólo por haber planeado este tour de dos semanas por Londres, París y Roma, sino por soportar a sus tres metafísicos críos (incluido el que escribe), todos con sus excentricidades bien empacadas en el equipaje.

Londres fue la primera y más extensa parte de la expedición. Pasamos allá seis días sin que nada nos faltara. Bueno, si acaso nos faltó valor para acabarnos los huevos revueltos con sabor a cortina que hacían de la especialidad del desayuno un intento de homicidio a discreción. Todos nos sobábamos la barriga por debajo de la mesa y usábamos el yogurt como Pepto Bismol emergente para mitigar nuestra guerra civil intestinal. El jugo de naranja pasaba de puntitas por el esófago para no tocar la yema que nomás no bajaba.

Fue ahí, en Londres, donde aproveché el ocio de un trayecto en taxi para enseñarle a mi sobrina Reni una canción de Molotov llamada "Por qué no te haces para allá", la cual, se distingue por ser vasta en el arte de la leperada. Para mi sorpresa, la nena empezó a memorizar versos tan pronto como mi hermana Lawrence (o sea su mamá) comenzó a odiarme por inculcarle tan soez melodía.

El resto de la expedición londinense fue un éxito. Mi mujer comandó con profesionalismo las sesiones de shopping en Oxford St., mientras que mi hermano Alex todo el tiempo buscó pareja con su cámara fotográfica. Yo, por mi parte, disfruté mucho de Inglaterra, ese país donde mi estatura me convierte en "nano".

En fin. Si el huevo revuelto inglés no afectó mi memoria, el 7 de junio dejamos el hotel y llegamos al aeropuerto para preparar la siguiente parada: París.

En la sala de esta terminal tuvimos ciertos inconvenientes. El primero fue un australiano con facha de Cocodrilo Dundee cuyo olor indicaba que se había cenado un lagarto, quien a su vez seguro se había empacado una docena de los terroríficos huevos que nos sirvieron en el hotel. Tufo insoportable. A mi padre se le empañaron los lentes y mi sobrinita empezó a recitar al revés la canción de Molotov para no llorar.

Esto sucedió en la sala 10 del aeropuerto justo cuando una empleada de British Airlines indicó en el altavoz que debíamos movernos a la sala 6. Lo hicimos en fa con tal de escapar del hedor del hombre cocodrilo.

No pasaron cinco minutos cuando un anuncio nos ordenó movernos, ahora a la sala 17. Mi padre, encolerizado, le iba a mentar la mamá a la sobrecargo del altavoz, pero su inglés demostró la carencia de malas palabras: "Hey you!, umm, ahh, well, bueno, a la goma…".

Trepamos al avión y, pa'cabarla de..., a un lado de nosotros se sentó el hombre cocodrilo con todo y su atroz olor. Alex huyó a la última fila y mi hermana Lawrence se arrimó a nosotros, así que fue mi padre quien puso a hibernar su respiración. Por fortuna, sobrevivimos y aterrizamos en París rebotando tres veces. No culpo al piloto. El avión venía tosiendo por tanto apeste.

Los días en Francia fueron una cosa elegante. Tremendo glamour, incluida la mañana en Montmartre, donde unos pintores estafaron a Lawrence y a mi padre del modo más sutil. Cuando vi que cada uno pagó 60 euros por un vil retrato a lápiz, yo les ofrecí cargar la carreola de Reni por 10 euros. El efecto de los vivales tepiteños es una onda mundial.

Nuestra última noche parisina la pasamos Mara y yo mirando la Torre Eiffel de cerca. Recuerdo haberle pedido a una mademoiselle que nos tomara una foto con esta lindura de hierro a nuestras espaldas. Para que me crean que el Efecto Tepito no es juego y que un acto de nobleza jamás puede ser 100% puro, esta tarada nos retrató bien monos, pero sin la torre en el encuadre. Para ser idiota no se necesita ir a París.

Nueve horas después, la mañana del 10 de junio, estábamos cómodos en los asientos verdiblancos de un avión de Alitalia que se parecía más bien al camión oficial de los Cañeros de Zacatepec. Los alerones peluditos de las aeromozas nos confirmaban la idea de que viajaríamos de París a Roma en un ambiente peculiar (y todavía dicen que las mexicanas tienen mostacho).

Volamos con éxito y la capital italiana nos recibió con los brazos abiertos (y el sope saludando). Aquí gozamos del hotel más moderno y el que me hizo sentirme Mr. Bean cuando, al llegar a nuestra habitación, quise prender la luz del baño y se jaló el excusado.

Qué decir de la secadora de pelo, que como aspiradora me amputó una patilla y me obligó a emparejar la otra para quedar como Forrest Gump en nuestra primera noche italiana. Habría brillado el romanticismo con mi amada si no hubiese sido por los huéspedes aledaños, quienes nos demostraron que el guayabo romano tiende al griterío sin rubor y al nalgueamiento sin piedad. Este vecino era de esos italianitos que se creen el esperma con el hilito más largo y zigzagueante.

En Roma hubo calor, hubo cansancio por las caminatas, hubo discusiones sobre si el Coliseo albergaba más gente que C.U. y hubo un intento de ligue hacia mi hermana de parte del mesero de un restaurante en Via della Vite, quien, por más pases a gol que le pusimos los dos hermanos alcahuetes (Alex y el que escribe), nomás no anotó. ¿No que los italianos muy acá?. Mucha pizza, poco queso.

El desenlace de estas dos divertidas semanas se dio ayer con el vuelo de regreso, donde por andar yo gritando como el Perro Bermúdez previo al aterrizaje en Tenochtitlán, invoqué a Oaxaca e hice que una pasajera echara completito el desayuno.

Antes de despedirme de todos, le pregunté a mi sobrinita Reni qué fue lo que más le había gustado de Europa. Ella, muy quitada de la pena, empezó a cantar algo de Molotov: "Si te duele lo que digo te sugiero que te avientes al pozoooo, con tu novio el maaariposo, el escuintle caquengue y babosoooo...".

Es bueno saber que, dentro de tanta aventura europea, nuestros niños atesoran algo orgullosamente tepiteño.

En unos años, Renata podrá cobrar 20 euros por mover la pancita y cantar esta obra maestra molotovesca al lado del Big Ben. Y su tio (el que escribe) la apoyará si se decide por esta hermosa profesión.

Tuesday, June 5, 2007

Escondido en Londres


El lado derecho de la cama. La habitación 311. Hotel St. Giles de la calle Tottenham. Mi mujer, a mi lado y viendo hacia la pared, lucha para respirar y sueña con su dolor de garganta. Yo miro a través de la ventana y veo cómo amanece Londres... sin poder explicarlo.

Mañana dejaremos este lugar y seguiremos dando vacaciones a nuestros pulmones por París y Roma. Pero por el momento estoy detenido, observo y trato de ver más allá. Alcanzo a ver el Big Ben. Cerca se extiende el corredizo de asfalto al que los londinenses bautizaron Charing Cross y que en la esquina de mi hotel mutó en Tottenham Court Road.

Esta zona es la resbaladilla por la que bajan a velocidad los ingleses fiesteros y los turistas que se les unieron en los "Pubs" en algún momento de la noche. Preferentemente vienen de Shaftersbury Avenue y de Leicester Square, porque ahora mismo, a las 4 de la madrugada, los de Soho todavía no tocan fondo en la botella.

Continuamente me pregunto el por qué dejé pasar tanto para regresar a la ciudad de mis amores. Si tanta fidelidad le he profesado con el tiempo, no comprendo haber tardado tanto para recobrar estas visiones amontonadas. El hombre que llora en Covent, el taxi con el conductor irreductible, el olvido de los complejos en Soho, los bostezos que obsequia Buckingham, los tesoros de Westminster, ese gran reloj, el raro aroma de St. James, la opacidad del Thamesis, el tener que esquivar gente en cada calle, la inmensidad donde eres igual buzo que delincuente o maestro sin que nadie opine, y el buscar infructuosamente las esquinas donde Jack hizo de las suyas y donde sigue escondido... desde hace más de un siglo.

En estos pocos días he recobrado hasta lo que había olvidado, y mientras Mara intenta respirar, sigo mirando de cerca lo que había quedado lejos. El monstruo clásico que hechiza, que huele a cerveza y que no concibe la siesta, ni siquiera la mía. Maldito, y a la vez, bendito insomnio.

Me encuentro exhausto porque, apenas anoche, volví a sentarme en Piccadilly. Y fue demasiado. Pensé que estar por fin donde uno desea estar es "no estar" porque, contradictoriamente, recuerdas miles de sitios más. Los lugares donde deseaste tanto el lugar donde ahora estás. Eso es Piccadilly para mí. Mi lugar preferido, donde recuerdo lo que siempre tengo y lo que parece no dejarme en paz.

Ignoro mi tercera visita a Londres. Ignoro cuándo sucederá, pero esta segunda ha sido maravillosa junto a mi amada, mis hermanos, mi sobrina y mi padre, el famoso "dueño de la fábrica" que nos bendice y nos tiene hoy aquí, alentando la memoria y buscando los momentos que se agitarán en la cabeza cuando queramos relegarlos. Nuestros propios momentos.

De pie, a un lado de la cama. Habitación 311. Mara ya respira mejor y mis seres queridos, un piso abajo, permanecen dormidos.

Los borrachos continúan bajando por Charing hasta Tottenham. Y mis recuerdos de esa primera vez se van esfumando con la niebla de la madrugada. Junio de 2007 y a Londres... sigo sin poder explicarlo. Se me esconden las palabras, no las encuentro. Deben estar metidas en algún callejón cercano, sin salir, sin asomarse.

Tal vez permanezcan ahí, como lo ha hecho el escurridizo Jack... desde hace más de un siglo.