Monday, July 30, 2007

Los traficantes


21:34 horas. En pleno cierre de la edición de deportes, un amigo (llamémosle el Señor G) se me acerca y, cuidando sus espaldas de sombras femeninas, baja la voz y me habla al oído: "¿Ya viste las fotos de Irán Castillo como Dios la trajo al mundo de la revista H?".

Como si yo hubiese solicitado más detalles, me toma del brazo, me lleva dos pasos lejos de los fisgones y se baja los anteojos para verme directo por encima de ellos. Mirada de anciano raboverde: "¿Sí me escuchaste o me andas huyendo, maricón?. Te pregunto que si ya tienes las fotos de Irán". Este tio cree que no entiendo lo que es una fruta sin cáscara. "No hermano, no he tenido el placer de verlas".

El Señor G se queda impávido y luego retoma el habla. "Mañana vienes, mañana te veo, mañana las tienes". Siento como si me fueran a vender anfetaminas. Pasan un par de compañeras de trabajo y mi amigo les sonríe con ese cinismo que me hace apreciarlo casi de modo entrañable. "Ya me oíste fresita, tal y como pediste, mañana tienes las fotos de esta mamita". Si bien es cierto que no me negué, tampoco recuerdo haber solicitado algún cargamento fotográfico.

23:48 horas. Han pasado más de dos horas desde que el Señor G me ofreció 200 gramos de `crack´ originario de Irán, y me encuentro sentado y tranquilo frente a mi computadora. Sin aviso ni advertencia, percibo una respiración a mis espaldas. Volteo y encuentro a otro buen compadre (llamémosle el Joven E). También trae anteojos y la misma mirada que esconde intenciones y lubrica secretos. Su rasposa voz de catacumba me hace ofrecerle una mentita.

"Mi estimado", comienza elegante. "No es que yo sea un sabueso que ande husmeando, pero con todo y la discreción de cierto personaje hace rato, escuché que te ofrecía las fotografías de una nena que salía en la novela Clase 406, ¿estoy en lo correcto?". "No veo novelas juveniles, pero sí, me ofrecieron ese polvito", le contesto muy quitado de la pena.

"Muy bien", continúa mi desinteresado benefactor. "Debido a que te considero buena bestia y ya que estamos en una chamba muy estresante, me he permitido enviar a tu mail un paquete que fluye discretamente en la red y que cayó en mis manos por casualidad (ajá). Quizá te alegre la semana, así que abre tus carpetas".

El Joven E ni siquiera se despide. Se acomoda con el índice sus anteojos y me deja una palmada en el hombro antes de marcharse en silencio. Signo inequívoco de que confía en que abriré mi correo electrónico en un lapso no mayor a dos minutos y sin pájaros en el alambre.

Cumplo la misión y en mi monitor aparecen 20 fotos provenientes de las más recónditas e inhóspitas regiones de Irán. Es la primera información valiosa que recibo en el día, y después de un rápido vistazo, sustituyo esta ventana por mi carpeta de canciones de I-Tunes. Justo a tiempo, pues aparece de pronto una compañera (a la que llamaremos Doña N), quien me dice muy mona: "¿Aquí a estas horas?, híjole, me cae que tú sí trabajas". Yo le agradezco el halago a mi hipocresía con una sonrisota que me brota directamente de la cáscara y que me sabe deliciosa. "Gracias, es que ando checando unos pendientes".

Apago mi máquina (y también mi computadora) y me marcho con la misma mirada que tenían "G" y "E". La fraternidad masculina, esa sociedad secreta que profesa la ayuda mutua y se remonta a los amaneceres medievales, ha florecido y una vez más se ha abrazado a sí misma. Todos somos compas, hermanos, masones. Yo no sé ni dónde viven estos dos y, sin embargo, nótese el monumental desinterés para conmigo.

"Cochinos, caldufos". Dos términos con los que a las féminas les conforta compactarnos cual si fuésemos una gran plastilina hormonal. Puede que tengan razón, pero habrá que reconocer que la elegancia, sutileza y generosidad de la gran logia masculina son loables. ¿Alguna damisela le dice a otra doncella "hermana" o "comadre"?

Los hombres, conocidos o extraños entre nosotros, jamás dejamos al prójimo desamparado. La sangre llama. No nos culpen cuando, en realidad, esta fraternidad (y sus acciones) se sublima gracias y sólo gracias a ustedes, hermosas mujeres.

Los abraza desde las entrañas y sin cáscara... el Señor I.

Monday, July 9, 2007

52 años


Éste va dedicado a Cristóbal Colón, a Xavier López "Chabelo" y a Gustavo Pedro Echaniz, ya que estos tres personajes han sido apodos que durante años el zángano que escribe le ha colocado a su sacrosanta madre.

"¡¡¡Quéeeee!!!, no manches. ¡¿Así le dices a tu mamá, grandísimo irrespetuoso?!". Sí, así es. Todo ha ido conforme a los cortes de cabello que ha usado mi mamacita linda, pero ya lo explicó mejor mi papá alguna vez: "Lo peor es que a Rocío (nombre verdadero de mi madre) le fascina que éste la vacile y le ponga apodos".

Si mi progenitora me soporta es porque se ríe con mis bromas pesadas, y si se ríe con mis bromas pesadas es porque, amén de mis hermanos, desde el cascarón me propuse ser el consentidote. "¡Oye mamá, pero Luis hizo lo mismo y no lo regañas!", decía mi lindísima hermana Lawrence cuando niños. "¡Mamá, pero a Luis sí lo dejas hacer esto y lo otro y a mí que ni se me ocurra porque ufff, así me va!", fue un posterior reclamo de Alex, mi hermano menor.

Y a mí me mataba de la risa que ella les contestara con una elegantísima frase: "A todos los trato igual y a él también lo regaño"… Apoteósica respuesta, monumental. Madre, te quiero por hacer de mí un "consen" recalcitrante. El que jamás lo hayas admitido es otro asunto. Atesoro tu ruidoso silencio.

Pero proclamarme "consen" (término requetecajeteante para los dos querubines que tengo por hermanos) me costó mucho. Ya puedo oir a Lawrence leyendo esto y diciendo "Hijo del mal. Espérame mi'jita, que estoy leyendo a tu tio y es un cínico".

No me importa. Pagué tributo... y con sangre. Hubo dos episodios en mi niñez que colocaron suficiente dosis de sufrimiento para, al final, convertir al marinerito, segundo de la tripleta de hijos, en el capitán de los ojos de mi madre.

1) Inicios de los 80. Mi mamá lleva agarrada de su mano derecha a mi hermana Lawrence (versión de cinco años y menos morenita que en la actualidad), y en la izquierda trae dos objetos: un caballito de madera y yo (versión tres años y con mi mismo tono leche descremada de la actualidad). En fin. Bajamos los cuatro personajes con algo de dificultad por las escaleras de nuestro entonces edificio cercano a Viaducto cuando de pronto, un desliz. No sé quién pega un caderazo, da un paso en falso y saca de balance a mi madre. Ella alcanza a salvar a dos de tres, o sea, a la mayoría. Sujeta a mi hermana, agarra el caballito de madera y... Dios me acompañe en mi rápido descenso por los escalones. Ningún chavito ha dado tantos taconazos con su barbilla como yo. Acabo de hacer historia, pero esperen, que todavía no acabo de caer. Reboto en el descanso del piso dos y... un pequeño desbalance (¡no se quiten sus cinturones hasta que el vehículo se haya detenido por completo!), retomo el desplome. Sigo dando vueltas y zapateados con el mentón, la nariz y el occipucio hasta que, por fin, el muro del piso uno marca el desenlace de este lance que es el enlace de mi cabeza con un trance. Tengo míseros tres años y ya hablo ruso y eslovaco al mismo tiempo, con un ojo cerrado y el otro desviado. Parezco cíclope. Ni qué decir del implante de silicón copa DD que me crece en la frente. De lejos escucho la voz de mi mamá y de cerca la veo llegar dizque muy afligida con mi hermana en un brazo y el caballito de madera, botado de la risa, en el otro.

2) Mediados de los 80. Lawrence y yo estamos jugando en un pasillo del condominio de Rancho del Arco. Ella anda cante y cante alguna nacada de Los Chamos, mientras yo me entretengo con un balón. Según yo, tengo el control de las dimensiones del espacio, pero en un desafortunado sprint tras el esférico, veo lastimosamente que éste rebota en la pared y mis pies no bajan la velocidad. Alcanzo a observar el material de mi demolición y caigo en la cuenta de que no traigo cinturón de seguridad. Instantes después, intercambio banderines con el muro de tirol. Yo le entrego un tercio de mi boca y a mí se me obsequia la cantidad proporcional de hinchazón. Tengo labio leporino. Mi hermana Lawrence, antes que checar si tengo o no signos vitales, empieza a tocar el timbre como loca (parece que se está electrocutando). Y mi madre, entre la lavadora, la aspiradora, la llave del agua y su LP de Mocedades, tarda como dos días en abrir la puerta. Yo ya hasta me acomodé en el piso y me empiezo a divertir haciendo bombitas de sangre. Para cuando abre mi mamá, dizque muy afligida, mi labio está destinado a la aguja.

En fin. Pasados los martirios, el "consen" se consolidó en los años posteriores, desplazando incluso a los feroces caballitos de madera. Ahora me hace sombra mi sobrina Reni, pero entiendo que la babita del nieto opaca las arrugas del hijo.

Quise hablar de mi hermosa güerita de León, Guanajuato (chiiiaale) porque da la casualidad de que hoy cumple 52 años y porque justo por estos minutos, pero hace 30 años, estaba echando guayabín guayabesco con mi sacrosanto padre (¡sumen bien!, tengo 29 y cumplo en abril), con la intención de traer al mundo al que escribe.

Pero este zángano que le ha dado zapes, le ha metido el pie y la ha apodado "Chabelo" y "Colón", siempre le agradecerá haber hecho de la casa un hogar, haber puesto aromas agradables en la mesa que siempre espera a todos aunque ya no esté completa, y haberme dado refugio y una cálida caricia desde el primer tango que armé.

"Mi vida, pide por mi salud", me dijo hoy justamente. Sin duda, madre. Todos los días, y sin excepción, este zángano envía la plegaria.