Friday, July 20, 2012

Mirando aviones

El Astronauta miraba por la ventana en más de 150 ocasiones a la semana. Señalaba a cada partícula voladora, a cada avión brillante que hacía el medio círculo de ruta y no se desviaba de ella. Y él, parado sobre el sillón de la fascinación, aprovechaba los minutos prematuros y también los tardíos para mirar hacia arriba y no dejar de mirar. Jugar con lo que estaba tirado en el piso, en el mundo de acá, era tan poco, tan tan poco…

Pasado el tiempo, el pequeño interestelar mandó el mensaje de aviso y una de las estrellas bajó para indicarle coordenadas de los siguientes aeroplanos. Saludó al cosmos con el beso propio de un niño que todavía no había aprendido a tronar los labios, pero que ya sabía volar y mirar hacia arriba, como debe ser, como siempre debe ser.

De hecho, el pequeño Astronauta sigue sorprendiéndose de que los aviones no dejen de rozar las nubes, igual de noche que de tarde, que de día. Para él, a sus escasos 14 meses de vida, son las mejores imágenes del mundo entero, no hay nada que se le compare, nada que se le acerque. Devora esos trayectos que huelen, que se sienten y que le saben a algo mucho más rico que las papillas de pera. Y se pasma, se maravilla, se cae de emoción sobre el sillón. Así deberían morder los lobos, así deberían rugir los ojos, así deberían amar los hombres.

Tantos años después, anhelo que siga encantado con el cielo y con la inmensidad en la que vuelan los aparatos con alas. Que haya muchas nubes y suficiente espuma en sus sueños, que haya suavidad en su mirada despierta y altura en su alcance de hombre.

Para él es el mejor paisaje del mundo entero. Para nosotros… él lo es.