
Schwarzstraße 5-7, 5020 Salzburg, Austria.
Así se lee en las guías europeas la dirección del Hotel Sacher de Salzburgo.
Y aquí estamos, en la fría noche del 17 de septiembre, pensando en el mentado motivo por el que a los "dueños" de esta ciudad no se les ocurre iluminar los puentes y, en consecuencia, el majestuoso río Salzach. Salzburgo es una belleza que de pronto desaparece al caer la noche. Una obviedad tan evidente que nadie la percibe.
Todo lo copa W.A. Mozart. Ni duda hay de que es el apellido más mencionado entre los 150,000 habitantes que hormiguean por las calles. Se dice que es una ciudad segura, incluso en las colonias que visten la montaña. No importa la hora, si alguien es atacado por un malhechor, "deberá gritar y enseguida será ayudado por la gente", nos explica un taxista originario de Boston que vive aquí desde hace 16 años.
Antes de tomar el tren mañana a Viena, tenemos la encomienda de visitar el café del Hotel Sacher. Y así lo hacemos. Nos hemos sentado en una pequeña mesa para ordenar capuchinos que acompañen la mismísima tarta Sacher, una delicia de chocolate por la que el propio hotel se ha hecho famoso.
Y sí, con un poco de crema y la música de Mozart de fondo, es el mejor triángulo que me he comido en la vida, un instante que quisiera congelar por los próximos 40 años. Supongo que la decoración del lugar es el cómplice ideal al hacer recordar las películas de los años 50, así como la vestimenta de las meseras y la ventana que tenemos a un lado. Todos testigos, todos parte del sabor y de la más honda exquisitez.
A veces hay que comerse así la vida, con un poco de crema, con café, con una buena pieza de Mozart, con las manos entrelazadas y, especialmente, con un tenedor que ensarte poco... sólo un poco.
Ser precoz en una cena en Salzburgo es tan mal visto como hablar de Chopin.