
Muchas veces gritón, tantas veces desprendido, siempre incondicional.
Compartí con mi gran amigo Mou un par de días bajo el cielo alemán, haciéndonos paletas en el invierno de Frankfurt. Nos encontramos en tan insospechadas coordenadas por una combinación de oportunidad y cercanía. Los amigos, tarde o temprano, siempre vuelven a reunirse.
Y así sucedió.
Mi hermano apareció flaco y un poco más canoso. Sonrió y desató sus faroladas muy pronto, pero también rápido transformó la distancia encapsulada en los últimos meses en updates que suelen ser sencillos cuando dos forasteros se conocen hasta los decibeles del ronquido.
Mientras caminábamos por las calles con el frío en el culo o mientras rompíamos el paseo a razón de cafés sin azúcar, el tipo no ocultó sus tristezas ni escondió sus preocupaciones actuales. Pero Mou es de un hierro peculiar y bien sabido es que solamente conserva los defectos que lo fortalecen. Le sobran anticuerpos para los males del alma.
El encuentro en Frankfurt se coronó en una taberna 200% alemana que hallamos la noche del sábado. Nos dieron barra y cada quien a lo suyo. Uno a devorar Goulash, el otro a paladear el mítico Apfelwein. Con dos platos y cuatro vasos tuvimos, además de la cálida amabilidad de don José, un veterano mostachón que abandonó las Canarias hace 30 años para perpetuarse al servicio de germanos detrás de una barra. Lo tratan bien y las propinas son pachonas. No se queja ni bebe cerveza. Paradojas espumosas.
La estancia en Frankfurt ha sido fantástica. Ratifico que Alemania no se admira, se experimenta.
En contraste, a mi hermano, con sus muchos anticuerpos, sí lo admiro y lo echo de menos.