
Junio ha sido fresco y de antojos repetinos... como el de hoy.
Me invadieron ganas bestiales de estar en el Mercury Lounge, escuchando a una banda como The Veils junto a escasas 200 personas. Esos conciertos que se gozan porque son propios, con un derecho de admisión muy peculiar, íntimos, no legendarios, no masivos, no pirotécnicos, pero sí de entraña, de médula.
La voz de Finn Andrews, sombrero negro, figura famélica y dudas al hablar antes de cada canción. Y el bajo de Sophia, de cuyo
blog soy seguidor desde hace meses, pero eso es otro tema.
En fin. Algo lejos del mítico Mercury, el que rompe la ruidosa calle Houston y el que para muchos es cuna de los embriones de bandas que luego se olvidan de él cuando empiezan a congregar millares.
Se me antoja ver el pizarrón negro con las bandas del miércoles anunciadas con gis y en cursivas. Se me antoja un rato ahí, un vodka ahí... y pedirle al manager de las bandas que me venda un disco y una playera.
Los que en unos años valdrán mucho más que 18 dólares.