
En agosto pasado me separé y hoy me encuentro en proceso de divorcio.
Como dicen los amigos, la vida es dura, pero como dicen los hermanos, los días siguen y, como dicen los padres, la felicidad ha de buscarse siempre porque el camino, más que el destino, es lo que vale la pena. Sí, la sonrisa o la desdicha están en el día a día.
En ese sentido, mi día a día se volvió distinto, nuevo, misterioso, intrigante, tenebroso para alguien que no sabía hacer nada en casa y que hoy, al menos, ya sabe hacer un poco más que nada.
Parte de mi familia me vio triste, otros menos me sintieron deshecho, y sólo unos pocos, me vieron doblado de dolor.
Pero, aunque parezca ridículo, quien más tiempo estuvo conmigo en esos momentos negros fue Camila, mi perrita de dos años, quien desde el primer fin de semana que fue "diferente", se volvió mi compañía, mi ruido en casa, mi dolor de cabeza y mi momento de esparcimiento, en cualquiera de sus formas. Y sí, también, mi apoyo en los ratos de soledad y en las noches de domingo que dejaron de ser dominicales, y dejaron de ser amarillas.
Ha pasado casi medio año y he vuelto a sonreír, pero también ha sucedido algo en un sentido muy claro: ya nadie está con ella durante el día. Cuida (por decirlo bonito) de la casa demasiadas horas. Chaparra como es, me ve bañarme en la mañana, me ve arreglarme y, justo cuando me pongo el traje, empieza a cabecear y a chillar. Sabe que me ausentaré, al menos, 12 horas.
Bajo la escalera, baja a mi lado ella, tomo las llaves y me despido siempre con un beso en su cabeza. Abro y cierro la puerta y la veo levantarse y estirarse lo más que pueda para verme por la ventana. No deja de chillar sino hasta que el carro se ha alejado lo suficiente.
Y después… se acuesta todo el día en el sillón café de la sala que da a la ventana. Y no deja de mirar, ni de esperar.
Quienes pasan por mi casa, me cuentan que siempre la ven ahí, recostada, a veces dormida, otras despierta, pero siempre y sin excepción, con la cabeza dirigida a la ventana. Atenta, esperanzada en que vuelva.
Pese a ello, sé que así no puedo tenerla más. Mi bicha merece más espacio, pero ante todo más compañía. Llamadas telefónicas más, correos menos, intentos varios, esfuerzos enteros, hoy, a final de cuentas, puedo decir que me quedan tres días con mi niña.
El sábado tomaremos carretera y se irá conmigo a Guanajuato, donde se quedará en una casa grande. Y yo volveré sin nadie que me chupe la mano ni me muerda la oreja.
A diferencia de otras pérdidas, esta es la primera vez en que sé exactamente el tiempo que me queda con alguien. Contado en días y en horas. Es la primera vez en que sé cómo y de qué forma transcurre "la última vez".
Mi vida sigue cambiando, y ahora será sin Camila, sin baba, sin lata ni ladridos. Pero sé que esta orejona estará bien… y mejor.
Se acabaron mis noches de oír sus ronquidos, se acabaron las mañanas de despertar sintiendo que una cabeza y unas orejas largas yacen recostadas sobre mis tobillos. Haciendo tierra, dando calor, esperando jugar y anhelando croquetas.
Te amo, chaparra. Me harás mucha más falta... de la que yo te hice a ti.