
Todo empezó con una apuesta: "Este árbol no pasa cinco días más sin caerse".
Palabras más, palabras menos, eso le dije a mi amigo Alfredo hace 20 años, mientras él abogaba por la fiereza del tronco agachado con la seguridad de alguien que me aventajaba con 7 años de estudios. Tomamos las bicicletas y cada quien volvió a su casa.
Alfredo nunca me cobró la apuesta (algo tan costoso como un frutsi) porque semanas después, mientras emulaba a un malabarista, resbaló del cofre del auto de su primo y cayó sin evitar que su cabeza rebotara en la banqueta de la calle San Gabriel. Murió esa noche, poco antes de cumplir 17.
Han pasado dos décadas, y el parque del árbol jorobado se ha convertido en "mi lugar". Dentro de un mundo en el que a muchos les fascina narrar sus predilecciones, yo me regodeo en ocultar esta guarida, y regreso a menudo para llevar a ella mi silencio como lo hacen los pájaros que transportan discretos una brizna de paja en el pico. Una especie de escondite que obliga a recordar que nada es tan dañino como secar las imágenes de la infancia. Ahí se languidece. Ahí comienza la vejez.
Cierto que todo ha cambiado. La fábrica cuya pared trasera corta el perímetro del parque suma un lustro en abandono, tiene vidrios rotos, insectos zigzagueantes y está lista para debutar como leyenda y albergar sus primeros fantasmas de playeras rasgadas. Del otro lado, la fila de casas que dan al terreno dejaron de ser inmensas y ahora son meros cuadritos, aunque se empeñen en decirme de que miden lo mismo que en 1988. En la caseta del guardia, ya sellada, algún espectro debe estar cumpliendo una década de siesta, y el pasto, siempre verde, se ha vuelto una zona residencial de cocodrilos.
Pero el árbol jorobado... sigue en pie, y carga de significado los días perdidos, reforzando mi creencia de que el olvido es el homicida de la infancia... y el tiempo su autor intelectual. Aquí vivo de niño, aquí suelto las amarras y traigo mis raciones de preguntas sobre mis antiguos amigos Daniel, Armando, Gerardo, Emmanuel y Mayda. Lo único que detesto es que Alfredo se nos haya colado en la fila y haya pedido cripta mucho antes de lo conducente. Sería irónico decir que se pasó de vivo, al dejarme con una apuesta sin pagar, un frutsi sin destinatario y un amigo sin fase adulta.
Cada que regreso al parque, respondo a un siniestro estímulo que me inculca ganas de llorar. Sucedió hace dos semanas, pero para esta clase de fetiches de la mente, a veces hay que embotellar lágrimas, masticar hielos y refrescar el presente… justo antes de que el pasado comience a incendiarnos.