
Hace 20 años y 1 día murió mi abuelo Ramón. Yo tenía 10 años y mi hermana Lawrence, quien padeció el amargo derecho de enterarse primero por tener 12, se encargó de distraerme jugando conmigo en el pequeño patio de la casa de San Gabriel.
Como es evidente, los nietos no estuvimos en la habitación en la que mi abuelo congeló la mirada con un semblante que no estaba encendido como en la alborada de su vida. Y durante dos décadas no hemos hecho más de cinco preguntas acerca de aquella transición familiar en la que la batuta pasó a manos de mi abuela Carmela. Los hijos (mi padre, mi madre y mis tías) estuvieron ahí. Según dicen, mi tía Tere cerró las compuertas del dolor y los demás lloraron en nombre de ella, agradeciéndole su fuerza en momentos en los que es inusual que una palmera enfrente así a un huracán.
Cuando mi padre nos comunicó la peor noticia de su vida con ojos rojos, nariz taponeada y lentes empañados, creo no haber reaccionado como debía. Guardé silencio, no lloré, miré las paredes de la casa y entendí todo en los domingos subsecuentes, cuando palpé que ya no asistía con mi abuelo y mi primo Fer al Sanborn's de los azulejos, donde las vastas meseras le servían café y lo saludaban con un gentil "Buenos días, Don Ramón".
Ya lo dije alguna vez: impecable tipo. Peinado hacia atrás, manos y seguridad en los bolsillos, sonriente al mundo y galante a las mujeres; con la mirada coqueta escondida tras los anteojos negros y el piropo atrevido, medido y exacto, como si las alabanzas las mandara hacer también con su sastre. Para las casadas, era de alto riesgo sostener una conversación con él por más de dos minutos sin que terminaran lamentando su estado civil. La cortesía, en altas cantidades, puede volverse afrodisíaco.
Era Carrillo, pero también Monter, misterioso apellido por el que un primer mito ubicó nuestro origen familiar en Cartagena y de golpe nos hizo cercanos a la idiosincrasia costera de Colombia. Y justo cuando creíamos que el coqueteo de la familia, en su versión masculina, provenía de este límite del Mar Caribe, mi tía Becky nos arrebató el sueño sudamericano y, sin mucha documentación, brindó en nombre del abuelo judío que nos hacía "paisanos".
Versiones y desmentidos, fuera lo que fuera, mi abuelo tenía para todos. Él era lo que queríamos que fuese. Yo pude tildarlo de bolchevique y lo habría aceptado a cambio de un abrazo. Su placer estribaba en alegrar a todos y su regocijo personal lo experimentaba a solas. Cuántas fiestas en la planta baja, cuánta satisfacción en el viejo de lentes, recostado junto a sus libros en el piso de arriba. Preparar festines y no probarlos fue su especialidad.
A las 5 de la tarde, estaban sus hijos reunidos, y porque en su vida la puntualidad fue como el cepillo de dientes, en su muerte también planeó todo con pulcritud y sin retardo. Si bien nadie lo hubiese entendido, para él vivir más habría implicado la primera micra de exceso.
A la mañana siguiente ya no despertó temprano, ya no jugó ajedrez ni puso en jaque a aquel grupo de eruditos y amigos con los que a menudo explicaba el mundo irregular.
A la mañana siguiente (hace justo 20 años) las meseras de los azulejos ya no sirvieron café en la mesa inmediata al muro de la entrada.
Como es evidente, los nietos no estuvimos en la habitación en la que mi abuelo congeló la mirada con un semblante que no estaba encendido como en la alborada de su vida. Y durante dos décadas no hemos hecho más de cinco preguntas acerca de aquella transición familiar en la que la batuta pasó a manos de mi abuela Carmela. Los hijos (mi padre, mi madre y mis tías) estuvieron ahí. Según dicen, mi tía Tere cerró las compuertas del dolor y los demás lloraron en nombre de ella, agradeciéndole su fuerza en momentos en los que es inusual que una palmera enfrente así a un huracán.
Cuando mi padre nos comunicó la peor noticia de su vida con ojos rojos, nariz taponeada y lentes empañados, creo no haber reaccionado como debía. Guardé silencio, no lloré, miré las paredes de la casa y entendí todo en los domingos subsecuentes, cuando palpé que ya no asistía con mi abuelo y mi primo Fer al Sanborn's de los azulejos, donde las vastas meseras le servían café y lo saludaban con un gentil "Buenos días, Don Ramón".
Ya lo dije alguna vez: impecable tipo. Peinado hacia atrás, manos y seguridad en los bolsillos, sonriente al mundo y galante a las mujeres; con la mirada coqueta escondida tras los anteojos negros y el piropo atrevido, medido y exacto, como si las alabanzas las mandara hacer también con su sastre. Para las casadas, era de alto riesgo sostener una conversación con él por más de dos minutos sin que terminaran lamentando su estado civil. La cortesía, en altas cantidades, puede volverse afrodisíaco.
Era Carrillo, pero también Monter, misterioso apellido por el que un primer mito ubicó nuestro origen familiar en Cartagena y de golpe nos hizo cercanos a la idiosincrasia costera de Colombia. Y justo cuando creíamos que el coqueteo de la familia, en su versión masculina, provenía de este límite del Mar Caribe, mi tía Becky nos arrebató el sueño sudamericano y, sin mucha documentación, brindó en nombre del abuelo judío que nos hacía "paisanos".
Versiones y desmentidos, fuera lo que fuera, mi abuelo tenía para todos. Él era lo que queríamos que fuese. Yo pude tildarlo de bolchevique y lo habría aceptado a cambio de un abrazo. Su placer estribaba en alegrar a todos y su regocijo personal lo experimentaba a solas. Cuántas fiestas en la planta baja, cuánta satisfacción en el viejo de lentes, recostado junto a sus libros en el piso de arriba. Preparar festines y no probarlos fue su especialidad.
A las 5 de la tarde, estaban sus hijos reunidos, y porque en su vida la puntualidad fue como el cepillo de dientes, en su muerte también planeó todo con pulcritud y sin retardo. Si bien nadie lo hubiese entendido, para él vivir más habría implicado la primera micra de exceso.
A la mañana siguiente ya no despertó temprano, ya no jugó ajedrez ni puso en jaque a aquel grupo de eruditos y amigos con los que a menudo explicaba el mundo irregular.
A la mañana siguiente (hace justo 20 años) las meseras de los azulejos ya no sirvieron café en la mesa inmediata al muro de la entrada.