
Estoy convencido: en la mayoría de las ocasiones, la segunda vez es mucho más importante que la primera.
Recuerdo que el núcleo de mi teoría está en los días inmediatos al comienzo de los noviazgos. El día del inicio todo es bonito, pero en el segundo, especialmente tras despertar, viene el nerviosismo. Ahí se define si se da la confirmación de lo hecho el día anterior, o si existe arrepentimiento. Es el momento en que uno no sabe cuál será la reacción, pero si hay convencimiento, entonces sí, arranca el negocio. Es, en ese segundo día, cuando se premia la labor del ligue reciente o se justifica que todo fue un error por andar correteando al amor. Sé de una sinnúmero de relaciones cuya asoleada en el primer día termina transfomándose en una incómoda quemazón en el segundo.
Lo mismo sucede con el trabajo. El primer día es una especie de excusa, es la "adaptación del nuevo" y la consecuente comprensión de lo que puede no hacer bien. El segundo se empieza a trabajar realmente y es, auténticamente, el primero, tal cual sucedía en la escuela.
En cuanto a la facha y a las costumbres, la primera impresión es vital, pero la segunda es más auténtica. Ahí no se escogió la mejor ropa porque se tendría que repetir. Mientras que la primera es la última vez que fuimos quienes no somos, la segunda es la primera ocasión en que nos acercamos a lo que somos. Si en la primera no hay agujeros, en la segunda se vale comenzar a "deshilachar" el romance.
Ni qué decir de las hegemonías. La casualidad muere con la repetición y justo ahí nacen las tendencias. La primera vez representa la única (y última) oportunidad de equilibrio. A partir de una segunda, inicia la historia de vencedores y vencidos. Últimamente sigo mucho los combates de box, y me impresiona el número de peleas que se definen tras la segunda caída del compadre aporreado. Por alguna extraña razón, el réferi siempre cree que el primer misil con el que lo mandan al espacio exterior no es cierto, a pesar de que se pone de pie primero con los codos y luego con los pies. Inconcebible, pero uno "tiene que asegurarse" de que está comiendo muerte hasta que empieza a balbucear como esqueleto.
La amenaza clásica de las mamás de antaño es la famosa cuenta de 3. Porque "a la cuenta de 3", si el niño no reacciona, viene la tunda. Seamos francos: el 1 se lo pasan por el arco del triunfo porque reflejaría debilidad del chamaco desafiante, pero es justamente después del 2 cuando decide si se mantendrá gallito o si es momento de dejar de jugarle al babosito. Normalmente en el 3, ya todo está definido bajo las siguientes premisas: a) el nene obedeció, b) al nene le valió, c) la mamá es incapaz de tocar al nene.
Por eso, en un país tan desconfiado, la segunda suele ser la buena, no la primera. De lo contrario, no existitía el "¿de veras de veras? y el "¿de verdad es cierto?".
Y, finalmente, el cliché de la infidelidad es, por desgracia, un grano de sabiduría que redondea esta teoría: "La primera vez siempre será culpa de tu pareja, la segunda siempre será tu culpa". Ya sea en boca de María Sorté, en las novelas, o de Anthony Hopkins, en su infaltable rollo salomónico dentro de una película, la frase no se ve afectada en su nivel de certeza y contundencia.
Lo que más goza uno de la primera vez, es lo que más teme que desaparezca en la segunda.