
La historia me la contó mi doctora el sábado pasado y desde entonces he tenido jugueteando sus palabras en la mente. Hasta hoy.
La protagonista está contenida en un cuerpo pequeño y encorvado, de aproximadamente un metro y 35 centímetros de altura. De una anciana que siempre carga una libreta, se come las uñas y se queda mirando sus dedos de arriba a abajo para demostrar que en este mundo hay mucha calma y poca prisa.
Al menos dos veces por mes, ella llega al hospital y, sin hablar con nadie, se sienta en una de las sillas en las que se come angustia, se bebe incertidumbre y, a veces, se ofrece desesperación. Es la hilera de los asientos azules donde el ánimo suele ser gris. La fila de las sillas rígidas por cuya curvatura a la altura del coxis nadie reclama. Todo objeto de incomodidad se olvida con una buena noticia que se trague la espera y devuelva la vida.
Éste es uno de los poquísimos sitios en el mundo en donde hay más asientos ocupados por el hombre que le teme a la muerte que por aquel que nunca antes pensó en ella. Aquí la parca tiene precio y cuesta menos que las gomas de azúcar que se añejan en la máquina de golosinas.
Los que aguardan en esta sala pasan el tiempo con la cabeza agachada y sin quitar la vista del suelo porque alguien, en algún momento, les dijo que la muerte está muy por encima de todos. Pero la anciana, con todo y los tiesos árboles de invierno que tiene por brazos, suele mostrar un ánimo más primaveral.
El accidente que sufrió su hijo hace mucho tiempo, y el coma consecuente, han sido la excusa perfecta para pensar que 7 años de sufrimiento no son nada en comparación con 17 de alegría previa.
Su único síntoma de inquietud se ubica entre manos y dientes. Se come tanto las uñas que parece el comienzo de una historia de canibalismo. Por lo demás, ella es una roca, un Stonehenge de 135 centímetros que ha prometido cerrar los ojos hasta que su hijo abra los suyos.
Llega a suceder que los excesos de esperanza conducen a opacar la realidad, y a veces, no por que la luna ilumine demasiado la noche, llega a ser día. De hecho, han pasado 4 años desde que la anciana, en esa misma sala de sillas azules, cabezas agachadas y gomitas de azúcar, recibió la última de las noticias posibles en un hospital.
Aquella tarde en que le avisaron que su hijo acababa de morir fue la última en que ella habló en dicho lugar. Su respuesta se redujo a una mera queja de que las sillas incómodas de la sala de espera podían dañar su coxis.
Del corazón (o de sus pedazos)... no dijo nada.