
Mi penúltima vida se dio hace 11 años y, aunque podría decirse que la existencia es una y sólo una, hablo en pasado porque data de la última vez en que estuve solo. Por ende otro tiempo, por ende otra vida, por ende otro yo.
Para ubicarla, habría que frenar en los primeros meses de 1997. Alrededor de 150 días en los que hiberné y estuve ajeno a los pabellones del amor, sin mayor interés en encuentros de pasión épica. Un agujero de tiempo a través de cual contemplé "el amor antes" y "el amor después", sin sentir estragos, sin requerir sus presencias ni padecer sus ausencias. Tiempo que me brindó el tablón a la mitad del río, desde donde se ve lo que sucedió y lo que en breve habrá que cruzar. La época en la cual no dolían las mujeres pasadas, no dañaban las imposibles, no excitaban las humeantes, no existían las incomparables ni urgían las probables.
Una vida anterior en la que, mientras mandaba los latidos a la tintorería, la soledad no implicaba desolación. Mis conversaciones no necesitaban de una oreja y mis acciones no debían corresponder al tamaño de las pestañas frente a mí. Mi éxito diurno no era proporcional a la elasticidad de un beso ni mi felicidad nocturna dependía de la amplitud de mi encanto. Un buen día era mío, uno malo también. El tiempo en que entendí que más hombres se han ahogado en vasos de agua que en ríos revueltos. Así que decidí dormir en el desierto.
A solas, mi alegría se horneaba rápido y sin demasiado condimento. Eran sonrisas sin más motivo que la risa misma, aquellas que no necesitan conservadores. Supe que las sonrisas que uno decide pasar por el colador son las que menos se disfrutan y supe también que las sonrisas que uno elige no son sonrisas, sino dientes en pose.
Durante aquellos 150 días del '97, compartí cuarto conmigo y pocas veces nos enfadamos. Discutimos alguna vez, pero siempre me respondí lo correcto, lo sensato, y me dejé tranquilo y callado. No cargué con la disyuntiva entre cambiar de amo o dejar de ser perro. Simplemente dejé de considerar, y fui.
Provenía de una relación que era tan constantemente inconstante que preferí escapar de este noviazgo "decimal". Dejé de sumar, de restar, y me recosté en la panza del cero. Y desde ahí, contemplé lo positivo y lo negativo. Y al final, todo fue matemático, porque me dio "igual".
Fui mi pareja y creo haberme sido fiel. Mi modo de abrazar estuvo, por única ocasión, exento al movimiento de brazos, y los besos jamás se excedieron buscando sexo. Fueron posibles los besos en seco, los besos sin dolor de quijada. Y fueron suficientes.
150 días en los que no pequé en la cama ni recé para que alguien llegara a bendecir mis sábanas. Las noches no se interrumpían con arrumacos flamables, y el insomnio sanaba con un vaso de agua. Otro tipo de compañía no hacía falta, otra clase de humedad... sobraba.
El final de aquella vida se dio en una tarde de junio, con olor a café y sentado frente a una buena amiga, quien luego de decirle al mesero que no quería más capuchino, confesó que tampoco deseaba más amistad conmigo. Y así, en los vaivenes en los que uno deja de ser y empieza a considerar, abandoné mi letargo y abrí la puerta, sin saber si quedaba encerrado por fuera... o por dentro.
Desde entonces, desde hace 11 años, hay presencias y ausencias, hay un lado de la cama, hay besos elásticos e instantes pirotécnicos. Desde entonces, por más negativo o positivo que sea, nada termina dando "igual".