
Recuerdo que, al abandonar la cancha, mi papá me recibió con un abrazo entrañable y achaparrado (mi estatura era indivisible). No era para menos. De los 6 años que le invirtió a mi educación futbolera en la escuelita del Club América, éste fue el único en que salimos campeones.
Nuestro equipo se llamaba Titanes, a las órdenes del temible Aguayo y nuestro uniforme era horripilante: verde con un blanco funesto (como el de la crema Los Volcanes). Sin afán de presunción, éramos un trabuco y, en mi caso, gozaba por vez primera de un entorno privilegiado, con Paco que desbordaba como ratero, con Carlo que le pegaba como la primera bala de un batallón de fusilamiento y con Hugo que dirigía a todos como el pez más orientado del cardumen. Montero en la zaga era garantía, Juan Jorge era el equivalente a Beckham (posaba más y evitaba que el equipo fuera llamado "el de los morenitos"), y yo era volante por izquierda.
Pero en este universo de 16 "titánicos", había un compadre de pata flaca, callado, tímido y con el cuerpo más parecido a un flamingo, además de tener los ojos estirados de un filipino. No recuerdo su nombre, pero era la burla de todos. Corría con tal esfuerzo que parecía trotar en agua. Para dar un paso, primero corría el riesgo de que la rodilla le pegara en la barbilla. Por todo esto, Aguayo lo metía los 15 minutos que marcaba como mínimo el reglamento.
Con todo y "Filipino", quien era como la Groenlandia del equipo, nuestro torneo fue impresionante. Ganamos 10 y perdimos uno. Entramos a Liguilla y en la Final debimos enfrentar a Astros, un cuadro cuya combinación en el uniforme también era lastimosa: naranja con negro. Así pues, todo se pactó para un sábado a las 7 AM. Duelazo. Momentos antes del silbatazo, Aguayo nos hablaba como perro rabioso. Nos dijo que nuestro éxito en la vida dependía de los siguientes 70 minutos (años después comprendí que la vida se puede perder en lo que uno reclama un fuera de lugar).
Empezó la guerra bajo un inclemente frío, y mientras pensábamos en las apocalípticas advertencias de nuestro entrenador (quien por cierto parecía vendedor de choripanes), el rival nos madrugó con un disparo que todavía recuerdo como el más maravillosamente doloroso. Hasta me dieron ganas de ir al baño, así que empecé a trotar con las rodillas pegadas. En el medio tiempo brindé desahogo a mi esfínter y, ya fresquito, regresé al campo con dos litros de leche Alpura menos ("no puedes irte a jugar sin un vaso de leche en el estómago"). Mi madre, cómo la quiero.
En el segundo tiempo, "Filipino" seguía dormido en la banca y todo se reducía a: 1) perder con el 1-0 en ese momento, o 2) caer por default por no meter al flacucho durante los 15 minutos reglamentarios. Por fortuna, nuestros enemigos volvieron a la cancha pajareando y en menos de cinco minutos les llenamos de tomate su portería. Carlo y Hugo, con dos golazos, nos dieron ventaja. Pero la historia señala que a los troyanos los agarraron dormidos, a los romanos fornicando y a los nosotros festejando antes de tiempo. Un rival tomó la pelota y usó la cancha como pista de hielo hasta dejar el balón en las redes.
Llegó el tiempo extra y, ni modo, a meter a "Filipino". Juan Jorge fue el sacrificado y quien seguramente pensó que no valía la pena seguir viviendo. ¿Cuál era la táctica con el recién ingresado? La obvia: "Vas de cazagoles, no se te ocurra bajar de la media cancha, vas arriba". Traducción: "Lo más lejos que estés de un autogol, mejor".
Sentimos que jugábamos con uno menos, sentimos que éramos cucharas contra un ejército de tenedores. Pese al 2-2, salimos como derrotados. Por supuesto, nos apedrearon el rancho y los postes rebotaron las esperanzas de Astros. Y de pronto.... entre la pierna de un verde/crema y el muslo de un naranja/negro... se escapó un rebote justo a los pies de "Filipino". El balón botando semilento y acercándose a la guarida del portero rival. Nadie frente a él, no hay fuera de lugar, todo para anotar el del campeonato.
El tipo empieza a correr cual largo es, casi se fractura la barbilla con las rodillas y, ante la salida del portero, mete el empeine perfectamente mal. El balón hace un extraño en su zapato y se da lo que técnicamente se conoce como "cucharón". El esférico vuela, le pega a San Pedro en la barba y vuelve a tierra para entrar botando al arco enemigo. Desde los tiempos de Cristo, nunca veneramos tanto una "parábola".
Al abandonar la cancha, mi papá me recibió con un abrazo entrañable y achaparrado. No era para menos. De los 6 años que le invirtió a mi educación futbolera en la escuelita del Club América, éste fue el único en el que aprendí que para ser el mejor equipo se necesita tenerlo todo, incluso a un tipo malísimo que tenga una cuchara en el pie y que pique como tenedor.