
Barragán fue mi enemigo en la Secundaria. Jamás le conecté un jab de zurda porque mi lado mariquete me permitió como máximo romperle la camisa, darle un empujón en el esternón y esperar nervioso a que llegaran mis cuates a separarnos antes de que dizque me lo guameara. Si mis amigos-guaruras no hubieran brindado el auxilio, yo me habría tragado dos molares, tendría una oreja y permanecería soltero gracias a una nariz similar a la del negro Zorullo. De mi virilidad seguro no querría hablar.
El monigote era más alto que yo, mucho más atlético que yo y mucho más feo que yo, aunque su nutrido número de acostones podía hacer cuestionable el último punto. Vivía para joderle la vida a todos y para joderse a todas. En mi caso, me era tan abortable que tuve la osadía de apodarlo "El supositorio". Cuando se enteró, este chiste rectal le causó despertar a diario en estado de combustión y juró por el chamuco que yo no llegaría a viejo, pues en cuestión de días me dejaría con dolores de anciano después de ponerme una patiza que, gracias al Beato Marcelino Champagnat (guardián de las escuelas maristas donde no hay nombres, sino apellidos), jamás se concretó.
Cada miércoles a las 4 PM, para clase de deportes, el Salón 16 del Colegio México esperaba trancazos. Alguna vez se apostaron todos los Doritos de la cooperativa a cambio de atinarle al día en que "El supositorio" y yo nos daríamos el descontón que develaría al mero "pipiripau" de tan morbosa rivalidad. El problema es que éramos súper pussies. Mucho empujoncito, mucho levantón de cuello, mucho "¡Qué güey, cuando tú quieras nos matamos!"... pero nada.
Esto sucedió en los años gloriosos del México, cuando aún no se aceptaban mujeres, cuando podían contarse chistes marranos y cuando el profesor más pulcro en el aula era cómplice de habladurías callejeras en el patio. "Si no mejoras tu boleta en mi clase, al menos sorpréndeme madreándote a Barragán", me decía de modo retador el profesor Gallegos, mejor conocido en el inframundo como "El inmortal", ya que al padecer un problema motriz tenía nulas posibilidades de estirar la pata.
Siendo franco, yo sí le sacaba a "El supositorio" por el historial de víctimas que mi staff de informantes tenía registrado a su cuenta. "No te hagas güey, te va a desfigurar", me advertía el pacífico Resillas, quien cumplía con el apodo de "El 41" que todos los salones de clase, sin excepción, tienen.
El desaguisado más grande que me provocó mi acérrimo enemigo se dio en tercero de Secundaria, cuando se decretó la inédita inscripción de mujeres al Colegio México. Apareció en las listas una damisela buenona a la que se le colocó radar de inmediato y se le apodó "Charalita", ya que todos los tiburones pretendíamos grandes porciones de este pescadito al que le agradó ser el primer motivo de aleteo vivencial del "México mixto". Yo (error) opté por la vía romántica para el ligue, pero mi enemigo aplicó el chacaleo y la doncella aceptó la ruta rápida.
Tuve ganas de hacer pimienta a estos dos cachonditos cuando supe que habían protagonizado un encuentro endocrino en la sala de proyecciones, pero aguanté o -traducción- le saqué a la posibilidad de que, en el intento, este idiota terminara haciéndome calzón chino enfrente de ella (función similar a la de un supositorio). Este recuerdo es la confirmación de que yo no era un buscador de peligros o un aspirante a la eutanasia prematura a través del castigo corporal. Por ende, podría decir que también fue mi primer destello de vanidad.
De vuelta al presente, hace unas horas di con un foro de ex alumnos maristas en el que supe que Barragán, el legendario "Supositorio", el tipo que me amenazaba con hacerme pinole y el larguirucho que siempre fue mi entrañable enemigo, falleció en junio tras un accidente. Por primera vez, el tipo logró conectarme un golpe del que no me he repuesto; tengo los ojos desorbitados, el hígado destrozado y el mentón partido. Algo sangra. A mi cabeza ha vuelto aquella frase suya de "¡Qué güey, cuando tú quieras nos matamos!".
Y hoy me doy cuenta de que no quiero. Nunca quise.