
21:34 horas. En pleno cierre de la edición de deportes, un amigo (llamémosle el Señor G) se me acerca y, cuidando sus espaldas de sombras femeninas, baja la voz y me habla al oído: "¿Ya viste las fotos de Irán Castillo como Dios la trajo al mundo de la revista H?".
Como si yo hubiese solicitado más detalles, me toma del brazo, me lleva dos pasos lejos de los fisgones y se baja los anteojos para verme directo por encima de ellos. Mirada de anciano raboverde: "¿Sí me escuchaste o me andas huyendo, maricón?. Te pregunto que si ya tienes las fotos de Irán". Este tio cree que no entiendo lo que es una fruta sin cáscara. "No hermano, no he tenido el placer de verlas".
El Señor G se queda impávido y luego retoma el habla. "Mañana vienes, mañana te veo, mañana las tienes". Siento como si me fueran a vender anfetaminas. Pasan un par de compañeras de trabajo y mi amigo les sonríe con ese cinismo que me hace apreciarlo casi de modo entrañable. "Ya me oíste fresita, tal y como pediste, mañana tienes las fotos de esta mamita". Si bien es cierto que no me negué, tampoco recuerdo haber solicitado algún cargamento fotográfico.
23:48 horas. Han pasado más de dos horas desde que el Señor G me ofreció 200 gramos de `crack´ originario de Irán, y me encuentro sentado y tranquilo frente a mi computadora. Sin aviso ni advertencia, percibo una respiración a mis espaldas. Volteo y encuentro a otro buen compadre (llamémosle el Joven E). También trae anteojos y la misma mirada que esconde intenciones y lubrica secretos. Su rasposa voz de catacumba me hace ofrecerle una mentita.
"Mi estimado", comienza elegante. "No es que yo sea un sabueso que ande husmeando, pero con todo y la discreción de cierto personaje hace rato, escuché que te ofrecía las fotografías de una nena que salía en la novela Clase 406, ¿estoy en lo correcto?". "No veo novelas juveniles, pero sí, me ofrecieron ese polvito", le contesto muy quitado de la pena.
"Muy bien", continúa mi desinteresado benefactor. "Debido a que te considero buena bestia y ya que estamos en una chamba muy estresante, me he permitido enviar a tu mail un paquete que fluye discretamente en la red y que cayó en mis manos por casualidad (ajá). Quizá te alegre la semana, así que abre tus carpetas".
El Joven E ni siquiera se despide. Se acomoda con el índice sus anteojos y me deja una palmada en el hombro antes de marcharse en silencio. Signo inequívoco de que confía en que abriré mi correo electrónico en un lapso no mayor a dos minutos y sin pájaros en el alambre.
Cumplo la misión y en mi monitor aparecen 20 fotos provenientes de las más recónditas e inhóspitas regiones de Irán. Es la primera información valiosa que recibo en el día, y después de un rápido vistazo, sustituyo esta ventana por mi carpeta de canciones de I-Tunes. Justo a tiempo, pues aparece de pronto una compañera (a la que llamaremos Doña N), quien me dice muy mona: "¿Aquí a estas horas?, híjole, me cae que tú sí trabajas". Yo le agradezco el halago a mi hipocresía con una sonrisota que me brota directamente de la cáscara y que me sabe deliciosa. "Gracias, es que ando checando unos pendientes".
Apago mi máquina (y también mi computadora) y me marcho con la misma mirada que tenían "G" y "E". La fraternidad masculina, esa sociedad secreta que profesa la ayuda mutua y se remonta a los amaneceres medievales, ha florecido y una vez más se ha abrazado a sí misma. Todos somos compas, hermanos, masones. Yo no sé ni dónde viven estos dos y, sin embargo, nótese el monumental desinterés para conmigo.
"Cochinos, caldufos". Dos términos con los que a las féminas les conforta compactarnos cual si fuésemos una gran plastilina hormonal. Puede que tengan razón, pero habrá que reconocer que la elegancia, sutileza y generosidad de la gran logia masculina son loables. ¿Alguna damisela le dice a otra doncella "hermana" o "comadre"?
Los hombres, conocidos o extraños entre nosotros, jamás dejamos al prójimo desamparado. La sangre llama. No nos culpen cuando, en realidad, esta fraternidad (y sus acciones) se sublima gracias y sólo gracias a ustedes, hermosas mujeres.
Los abraza desde las entrañas y sin cáscara... el Señor I.