
"¿Cuándo despertaste hormonalmente? Y, ojo, no te estoy preguntando de tu primera vez. Tampoco soy metiche".
Nunca había oido pregunta tan directa de una amiga como Mely, y aunque quise evitarlo, encontré una respuesta.
Mis hormonas despertaron cuando yo tenía 12 años, en los tiempos en que vivíamos en la casa de Ravena. Yo era un chavito baboso que no sabía ni cómo peinarse (aún no lo sé) y quien pensaba que su primera novia llegaría por correo o como regalo de cumpleaños envuelta en celofán (todavía no prefería el látex).
A diferencia de muchos de mis contemporáneos, quienes con la Princesa Leia experimentaron sus primeros hormigueos sensoriales, yo quebré mi cascarón con la vecina de la casa de atrás. Insisto: no fue mi primera vez, sino sólo mi aprendizaje hormonal. Ahí inauguré el hornillo, aunque no cociné nada.
Nunca supe su nombre. Todo se reducía en aquel tiempo a dar las buenas noches a mis padres, entrar a mi cuarto, cerrar la puerta, y, entonces sí, a las 11:30 de la noche, mirar por la ventana y esperar a que apareciera esa imagen de la regadera aledaña.
Algunas féminas afirman que nosotros, los hombres, aprendemos desde larvitas a fijarnos más en el cuerpo que en la cara. En este caso, no es que yo lo hiciera, sino que así tenía que ser. La vecinita que entraba a ducharse cada noche era una silueta, un cuadro impresionista al que no se le podía ver el rostro gracias al material de acrílico de su regadera. Así pues, se me podía declarar inocente al menos de los cargos de voyeur espurio y embrión pervertido. El "no ver todo" es a lo que las mujeres llaman "lo bonito", lo "sensual". ¿Miento?
Pero esa imagen borrosa era suficiente. A esa edad, nuestro tabulador hormonal es sumamente limitado. Yo vi curvas y sentí que había dejado de oler a talco, que había perdido la virginidad ocular y que estaba listo para llevar mis extremidades al extremo. Adiós Hot-Wheels, bienvenida la vida y la cristalización de los consejos consanguíneos en efectos sanguíneos. De ser el carnal de mi hermano, ahora yo era "carnal" en mí mismo. Acababa de conectar por vez primera mis ojos al enchufe correcto y, efectivamente, todo se encendió y se sintió eléctrico.
Las noches de acrílico con mi vecina duraban 20 minutos. Sin haber debutado en una cancha oficial, ya podía presumir de tener jornadas placenteras de tal duración. Incluso, memoricé la rutina de esas veladas enjabonadas: primero los brazos, luego el cuello, después abajo de la cintura y al final el cabello. Para el shampoo subía los brazos y parecía que todo el esternón se distendía y que el acrílico se convertía en una gran placenta de agua con un feto bien formadito. Vaya imágenes. Por vez primera veía el mundo en tercera dimensión, en vivo y a todo vapor.
Cuando quise pasarme de vivo para ver más, normalmente me desvié el tabique nasal o me hice un chipote en la frente. Una ganga a cambio de tener mayor nitidez a través de mi rectángulo de vidrio. Presumo haber sido el primero en utilizar una pantalla de cristal líquido.
Hablaría más sobre estos episodios del amanecer de mi adolescencia si no fuese por el drástico desenlace que tuvieron: en alguna de esas noches, estaba muy bien postrado sobre mi ventana y en pleno show cuando de pronto entraron mi padre y su insomnio a mi cuarto. En algo tan repentino da más tiempo de decir "Fuck it" que "¡Veeerde!".
La intención era arrojarme a la cama y fingir la siesta, pero se me apareció el fantasma de Juan Escutia. Me enredé en la cortina y mi gran brinco se dividió en tres saltitos tipo avioncito cuyo colofón fue un violento encuentro de mi frente con el buró. Mi padre, por supuesto, vio mis piruetas y después miró por la ventana para coronar mi osote.
De esas noches y de aquella vecina, hoy sólo queda un chipote y un recuerdo borroso. Tal vez mi memoria, a estas alturas, esté hecha de acrílico.