Mi hija es un torrente de sonrisas cada mañana… y así logra erradicar mis lados más caóticos. Los de mi día a día, los de mi estrés, los de mis tormentas sucedidas en un mundo malvado. Y entonces… con apenas un diente de edad y un color de ojos aún indefinido… me hace abandonar mi lado muerto y me hace arder como metal en fuego.
Dicen que a los papás nos nutre más apretujar muslos
gorditos que recibir rayos de sol. En mi caso, mi hija estruja mis huesos, aviva mi
alma subterránea y rompe como ola mis labios tímidos. Los hace desplegar fantasía y sonreír
con tal vigor… que a veces me desconozco y siento que dejé de ser alguien. Entonces... tengo
que verme al espejo para comprender que sí soy yo, pero distinto, encendido,
enamorado bajo la clasificación de los padres que no sabemos qué
hacer con tanta carne bendita en brazos. Inútiles suertudos.
Delirante, a mi nena le lloré tras tenerla en brazos por primera vez y
luego le lloré al doble cuando algo corrompió su organismo. Nació y
despertó al mundo y embarró en un puchero todo ese líquido con el que uno toma
consciencia de que, más que un bebé, es un alma y cuerpo nuevos. Poesía
humeda. Pureza chimuela.
Nunca pacté con mis sueños verme de frente con una nena que irradiara tal ternura y que me hiciera pensar que con una caricia puedo lograr que florezcan sonrisas silvestres y pícaras. Puede ser una desfachatez, un abuso mío el intentar eso a diario. Más aún, es un privilegio lograrlo y creer que ella ya me ama… a su modo y con tan pocos centímetros de piel. Porque Julia es así, una raíz sonriente, un ser breve que acepta invitaciones y que concede grandísimas lecturas de Dios.
Y, entonces, al reparar en todo eso, me agobian de nuevo las ganas de apretar sus
muslos gorditos. Y me aprovecho, y lo hago. Y se deja.
Siete meses después de aquel primer berrido mezclado con el líquido de los instantes iniciales, mi hija ya intenta tocarme la cara y
agarrar mis orejas. Son caricias sin dirección, orientación ni guía, pero con
intención. Caricias a bordo de un barco pirata que, sin ruta, saben asaltar y robar,
y dejarme inmóvil. Y luego suena ese balbuceo que yo, por todos
los medios, intento interpretar para sentirme muy importante. En realidad, sólo
me interesa sentirme cerca.
Julia me hace ya, también, el inmenso honor de llorar por mí
cuando me alejo un poco. No es soledad, es necesidad, supongo, de mí.
Pequeñita
como es, escribe mis mejores horas como padre, cual si fuera un poeta que se
vuelca en puño y letra para desahogar lo que le inunda el interior. Y me construye un presente
al que mi futuro le envidiará todo en unos años… cuando ella haga su vida y me
deje en mi isla de vejez y de tanta nostalgia por los bellos recuerdos. Los añejos
recuerdos de esta época, del tiempo en que un diente era suficiente y en que los ojos no necesitaban
definirse.
El tiempo de la vida fantástica, de la vida verdadera. El
tiempo de un hombre bienpensante y adicto a unos muslos
gorditos.
Lo dicho. Mi visión rebasa cualquier intento de descripción,
pero, al menos hoy, lo intenté.