Me enfocaré en los últimos dos recuerdos,
porque estuvieron ligados entre ellos y lo seguirán estando en la eternidad, así como mi
abuelo está atado a mi memoria y al corazón colectivo de una familia que él
edificó con sabiduría y bolsas de dulces.
Muchos domingos fueron motivos suficientes para que mi primo
Fer y yo lo acompañáramos a desayunar al Sanborns de Los Azulejos. Día libre
era razón suficiente para ser transformado en día inolvidable. Así que nos reunimos ahí en
incontables ocasiones, cada uno con su respectivo distintivo al momento de
sentarnos a la mesa: mi abuelo con una quijada que le hacía
sonreír de manera plena, mi primo con la misión de mitigar la niñez
para convertirla en adolescencia, y yo con la oreja virgen que todo absorbe.
Hablo de hace más de 25 años.
Casi siempre en la misma mesa, mi abuelo tenía dominado este
lugar de la calle de Madero, y mientras él nos tenía en estado de gozo con sus pláticas, las meseras mantenían
un estado de sonrisa estancada difícil de romper. El hombre del peinado hecho
no por un estilista, sino por un sastre del cabello, era adorable. Su plática arrojaba
vocabulario incandescente que hacía del mensaje una parábola. Esas palabras que se posan en el mediano y largo
plazo, dominantes, nutritivas e imborrables. Verbo de verdad, esa aptitud tan
escasa en las generaciones esclavas de la imagen.
Tal dominio del inmueble lleno de azulejos tenía un origen. Años
atrás, mi abuelo había hecho una inexplicable amistad, de manera casi fortuita,
con un círculo de intelectuales que abordaban temas de toda índole. Y digo
inexplicable porque el padre de mi padre no había paladeado las
mieles de una educación siquiera cercana a la de estos caballeros. Esas
conversaciones eran sostenidas por una especie de subibaja educacional: de un
lado un grupo de tipos preparadísimos y del otro un hombre acostumbrado a ser
autodidacta. La ingenuidad e inseguridad de mi abuelo tenía una agradable
consecuencia: deseos enormes de no ser arrasado por un huracán de palabras ajeno
a su dominio.
Así pues, el lazo entre ellos, que comenzó con algunos
encuentros en la fuente de sodas, terminó convirtiéndose
en tertulias dignas de programas de televisión en las que se discute el mundo,
la vida, la historia y la economía. A saber si también se hablaba ahí del tema
imposible de domar: el amor.
¿Cómo lograba empatar el hombre de precaria formación
escolar con estos monstruos? Del mismo modo en que los generales
planean sus grandes conquistas: en la calma y silencio de la noche previa.
Sabedor del tema de discusión que había quedado pendiente el
día anterior, mi abuelo usaba las noches para devorar literatura. Y, así, a la
mañana siguiente, de cara al torneo de sabidurías y vanidades entre estos
entes mañaneros, el señor llegaba forrado en conocimiento. Venía
empachado. Una rutina que con el tiempo lo convirtió en un ser mitólogico, en
un personaje de mil cabezas pensantes, todas peinadas impecablemente, todas
cultísimas, todas llenas de saber. Todas… reducidas a un individuo simple y de austera elegancia, a
quien llamamos Mon hasta el día de su muerte.
Los Azulejos dejaron de atestiguar las peticiones cotidianas
de un adicto al conocimiento y al pan dulce que ahí servían horas antes de ir a trabajar al México Textil. En noviembre de
1988 mi abuelo falleció por un cáncer de colon que nos destripó a todos. Y ahí, en el funeral, se dieron cita estos hombres, los letrados, los
de negocios, los cultos, para abrazar con luto a la familia y rendir homenaje al paladín del buen peinado y
la galantería que tanto los maravillaba con su lengua cortesana.
Hace unos días mi primo y yo nos citamos en Los Azulejos. Llevamos a nuestros hijos y volcamos la memoria sin
lágrimas de por medio con una conversación rupestre que no se le acercó en lo más mínimo a las míticas reflexiones de aquella leyenda. En algún momento, de algún modo y por algún motivo, conectamos de nuevo
con aquel señor que nos llenó de vida los domingos. Si bien nuestro verbo se quedó enano en sustancia, nuestros hijos sonrieron a lo grande y, con ello, cumplimos la única meta que mi abuelo consideraba superior al saber: el disfrutar.
Antes de irnos, dejamos más propina de la debida. Más de 25 años de ausencia
la justificaron.
Un diezmo justo para un viejo restaurante que se volvió templo, en tanto palabra, significado y cariño sembró por años y años.