Friday, November 29, 2013

El hombre de Los Azulejos

De mi abuelo recuerdo cinco cosas: su paso elegante, su sonrisa color domingo, su peinado impecable, sus desayunos en Los Azulejos y la empresa en la cual laboró durante largo tiempo, el México Textil.

Me enfocaré en los últimos dos recuerdos, porque estuvieron ligados entre ellos y lo seguirán estando en la eternidad, así como mi abuelo está atado a mi memoria y al corazón colectivo de una familia que él edificó con sabiduría y bolsas de dulces.

Muchos domingos fueron motivos suficientes para que mi primo Fer y yo lo acompañáramos a desayunar al Sanborns de Los Azulejos. Día libre era razón suficiente para ser transformado en día inolvidable. Así que nos reunimos ahí en incontables ocasiones, cada uno con su respectivo distintivo al momento de sentarnos a la mesa: mi abuelo con una quijada que le hacía sonreír de manera plena, mi primo con la misión de mitigar la niñez para convertirla en adolescencia, y yo con la oreja virgen que todo absorbe.

Hablo de hace más de 25 años.

Casi siempre en la misma mesa, mi abuelo tenía dominado este lugar de la calle de Madero, y mientras él nos tenía en estado de gozo con sus pláticas, las meseras mantenían un estado de sonrisa estancada difícil de romper. El hombre del peinado hecho no por un estilista, sino por un sastre del cabello, era adorable. Su plática arrojaba vocabulario incandescente que hacía del mensaje una parábola. Esas palabras que se posan en el mediano y largo plazo, dominantes, nutritivas e imborrables. Verbo de verdad, esa aptitud tan escasa en las generaciones esclavas de la imagen.

Tal dominio del inmueble lleno de azulejos tenía un origen. Años atrás, mi abuelo había hecho una inexplicable amistad, de manera casi fortuita, con un círculo de intelectuales que abordaban temas de toda índole. Y digo inexplicable porque el padre de mi padre no había paladeado las mieles de una educación siquiera cercana a la de estos caballeros. Esas conversaciones eran sostenidas por una especie de subibaja educacional: de un lado un grupo de tipos preparadísimos y del otro un hombre acostumbrado a ser autodidacta. La ingenuidad e inseguridad de mi abuelo tenía una agradable consecuencia: deseos enormes de no ser arrasado por un huracán de palabras ajeno a su dominio.

Así pues, el lazo entre ellos, que comenzó con algunos encuentros en la fuente de sodas, terminó convirtiéndose en tertulias dignas de programas de televisión en las que se discute el mundo, la vida, la historia y la economía. A saber si también se hablaba ahí del tema imposible de domar: el amor.

¿Cómo lograba empatar el hombre de precaria formación escolar con estos monstruos? Del mismo modo en que los generales planean sus grandes conquistas: en la calma y silencio de la noche previa.

Sabedor del tema de discusión que había quedado pendiente el día anterior, mi abuelo usaba las noches para devorar literatura. Y, así, a la mañana siguiente, de cara al torneo de sabidurías y vanidades entre estos entes mañaneros, el señor llegaba forrado en conocimiento. Venía empachado. Una rutina que con el tiempo lo convirtió en un ser mitólogico, en un personaje de mil cabezas pensantes, todas peinadas impecablemente, todas cultísimas, todas llenas de saber. Todas… reducidas a un individuo simple y de austera elegancia, a quien llamamos Mon hasta el día de su muerte.

Los Azulejos dejaron de atestiguar las peticiones cotidianas de un adicto al conocimiento y al pan dulce que ahí servían horas antes de ir a trabajar al México Textil. En noviembre de 1988 mi abuelo falleció por un cáncer de colon que nos destripó a todos. Y ahí, en el funeral, se dieron cita estos hombres, los letrados, los de negocios, los cultos, para abrazar con luto a la familia y rendir homenaje al paladín del buen peinado y la galantería que tanto los maravillaba con su lengua cortesana.

Hace unos días mi primo y yo nos citamos en Los Azulejos. Llevamos a nuestros hijos y volcamos la memoria sin lágrimas de por medio con una conversación rupestre que no se le acercó en lo más mínimo a las míticas reflexiones de aquella leyenda. En algún momento, de algún modo y por algún motivo, conectamos de nuevo con aquel señor que nos llenó de vida los domingos. Si bien nuestro verbo se quedó enano en sustancia, nuestros hijos sonrieron a lo grande y, con ello, cumplimos la única meta que mi abuelo consideraba superior al saber: el disfrutar.

Antes de irnos, dejamos más propina de la debida. Más de 25 años de ausencia la justificaron.
 
Un diezmo justo para un viejo restaurante que se volvió templo, en tanto palabra, significado y cariño sembró por años y años.

Sunday, November 3, 2013

Un domingo cualquiera

Casi 8 de la noche. Mi hijo tirado en el piso de la cupcakería, inundado de risa. La rebeldía más inocente del oeste.

Ya fuimos al parque y nos plació quedarnos hasta noche, cuando ya no hubiese nadie.

Luego nos marchamos para comprar y morder donas de varios sabores y nos llevamos una más a casa para los antojos de madrugada. Después compramos dos discos, uno para él, uno para mí y, cuando era tiempo de volver a casa, decidimos que no sería así.

Cinco kilómetros sin rumbo fijo y peloteando canciones de mi niñez en su ahora niñez. Lloviendo y con el vidrio abajo, entrando el aire y olvidando que mamá se enojaría si nos viera masticando viento.

Última parada: la mencionada cupcakería, completamente vacía, sola para que elijamos en total libertad. 8:03 PM y tiempo de decirle al Astronauta que se levante del piso. Él lo hace y le lanza a la chica que nos atiende un coqueto "adióoooos" que la hace esbozar una sonrisa sincera. Antes de salir del establecimiento y mientras busco las llaves del coche, siento de pronto que este pequeño hombrecillo de incalculable carisma se abraza a mi pierna derecha y coloca su mejilla en mi muslo. Es su modo de decirme tantas cosas. Es su forma de romperme en dos.

Enderezamos camino a casa, no sin antes volver a cantar de noche con el viento entrando por una de las ventanillas del auto para irse directito a contaminar nuestros pulmones. Hoy vale todo.

Casi a las 10 PM recuesto a mi hijo en su cama y le agradezco esta rebeldía inocente, estas carcajadas y esta complicidad tan frecuente. Es un domingo cualquiera en el que no celebramos nada, excepto que es el típico rato que se convierte en uno de los mejores días de nuestras vidas. Porque no hay razones y sí muchos motivos.

Porque lo que no tiene nada de especial termina siendo lo fundamental en la vida.