Monday, May 7, 2012

El Astronauta... un año después

Está acostado de lado, sobre su brazo derecho, su respiración es pausada, y los movimientos en sus párpados muestran que viaja por algún sitio sideral. Seguramente juega en sueños con la misma energía con que lo hace cuando vive de día en este mundo. No dejo de mirar sus brazos, lo fuertes que son, los suaves que son. Tampoco dejo de mirar sus mejillas y sus manos. Lo tiernas que son. Si alguna vez merecí algo, esto es mucho más que la suma de todos los merecimientos que pude tener.

Mi hijo representa la plenitud de mi vida, el olvido de mis lágrimas en los momentos negros y la confirmación frecuente de que la felicidad existe aunque cambie de forma y color. Hace exactamente un año, mi felicidad medía 50 centímetros. Ahora debe rondar los 75.

Soy padre de los ojos más coquetos, de las piernas más antojables, de la sonrisa más pícara y del niño más iluminado que jamás soñé. Soy el hombre que afirmó que no quería ser padre en cierto momento y ahora soy el hombre que no sabe cómo ser el mejor padre, mas lo intento a diario.

A las 11:47 horas del día que transcurrió hace justamente un año, entre la ruptura de la fuente, la confusión por no saber si mirar y dejarle a mis manos la encomienda de grabar a ciegas, y la comunicación indescifrable que sólo entienden los médicos, vi salir del vientre de su madre lo que nunca he dejado salir de mi corazón: nuestro bebé sano y fuerte, nuestro ángel robusto y ansioso, nuestro orgullo hecho piel y carne, gracias a Dios.

 Fui el primero en cargarlo, pero no logré calmarlo al grado en que pocos segundos después lo logró su madre. Situarlo simplemente sobre el pecho de ella hizo que el Astronauta sintiera la primera sensación de paz en este mundo de caos. No hubo comparación con la fotografía del instante. Aquella imagen de mi hijo, recostado con su mejilla derecha sobre el seno izquierdo de su madre y mirándola fijamente por minutos, mientras apretaba los labios más rojos que las manzanas de verano, me quebró de felicidad. Jamás fui tan afortunado, jamás dibujé en mis sueños un cuadro así. Jamás fui antes lo que fui ahí. Fue un nunca jamás tal que se convirtió en un para siempre. La culminación de mi vida como hijo y el comienzo de mi vida como padre.

A pesar de un hospital lleno, quedamos los tres solos en el universo. Cada quien entendiendo su nueva misión, todos debutantes. Una familia nueva, con pocos minutos de vida y todo un presente ya cayendo encima. Desde entonces, los tres hemos dormido pintados de un mismo color bajo las estrellas. Y nos ha bendecido el tono de la buena salud y de la serenidad, de la alegría y de la tranquilidad para narrar este primer año que es mágico en toda su circunferencia.

Nuestro hijo nos ha hecho mejores. Somos más elásticos, más fuertes y más resistentes al cansancio; somos más atentos y menos inexpertos. Todo se compensa con la certeza de que todo lo que hacemos debe tener, al menos, un buen fin. La vida lenta y superflua del pasado es ahora la vida rápida que no podemos parar, pero que gozamos aunque sea a grandes trotes a su lado. Los besos son infinitos y los abrazos incontables. Los tres gozamos del mismo color bajo las estrellas, y así nos reímos, y así vivimos y así dormimos.

Hoy se cumple un año de que aquel nunca jamás se convirtió en el mejor y más enternecedor de los parasiempres.

Tengo suerte. Sólo por contar con mi hijo adorado, creo ser más y mejor humano.