Tuesday, April 14, 2009

Billy The Kid


Al morir adeudaré la vida de 21 hombres, sin contar mejicanos. Poco me importa. Cuando el Todopoderoso me pida cuentas, hablaré, y de no alcanzar fianza, arderé y me batiré en duelo con el diablo de la lengua puntiaguda.
Mientras tanto, aquí en el desierto la vista que vale es la aérea. Los forasteros somos hormigas porque el horizonte se lo bebe todo. Sólo los pájaros bajan a pelarle el pellejo a los perdidos que dejan de ser hombres para convertirse en carroña. Aquí los ataúdes son de arena.

Me llamo William H. Bonney, soy un bajito de alto descaro, uso sombrero de copa, tengo dientes de pianola rústica y cabalgo con la espalda recta, como los bandoleros de Wyoming. Me apodan "The Kid" y aturdo al desierto con balas que terminan abolladas en las sienes y en los estómagos. Nací en 1859 en un piso miserable de Nueva York y me cuentan que al parirme jodí tanto a un vientre irlandés que mis padres se vengaron, desterrándome con negros. Entre ellos me crié, presumiendo ser la única rata blanca y de nariz delgada.

Detrás del ansia por conseguir mi cadáver se esconde el oro de California y Arizona, cerca de los bisontes y del cascabeleo de las serpientes que aún no han sido desolladas por los cararoja. Huelo a muerte y a deuda, esquivo cráneos de vaca en el suelo y me resisto a morir en una celda maloliente donde no hay más compañeras que las moscas.

Recuerdo esa noche sin mes de 1873 en Llano Estacado. Bebía licor pendenciero en la taberna donde balbucean por igual sicarios que borrachos, debajo de un cielo desgarrado por esos relámpagos de Nuevo México que parecen disparos fallidos. Al amparo de los coyotes que siempre miran escondidos, vi entrar a un gordo sudoroso, con una hilacha de hierba entre los dientes y con la barriga sostenida por una cruz de municiones. Pregunté al hombre sin nombre que tenía a mi lado. "Se llama Belisario, es una rata de Chihuahua", me contestó el incauto con aliento encebollado y temeroso. Segundos después, cayó el mejicano, primero con su barriga y luego con la nariz. El agujero en su frente liberó sangre mientras yo le soplaba a mi pistola, aún humeante. No fue necesario disparar de nuevo. Tampoco marqué su apellido en mi revólver porque nunca ha sido meritorio dormir mejicanos. Un testigo me aduló con un whiskey gratuito y decidí recostarme esa noche junto al polvoso cadáver del gordo. Yo tenía 14 años.

Desde entonces, mi apodo mató a mi apellido y muchos comenzaron a temerme como pillo de hacienda y bandido sin escrúpulos ni clase. Por años, nutrí mis dedos con disparos certeros, mi garganta con aguardientes baratos y mi orgullo con burdeles cuyas orgías me asqueaban luego de tres días. Así, me hice adicto a los agujeros rellenos de sangre... y de semen. Al fin y al cabo, ambos producto de disparos.

Arrepentido estoy por haberme batido en duelo con el borracho Joe Grant. Su revólver hizo "click" mientras el mío retumbaba tres veces en todo Fort Sumner. El alcohol lo tiroteó, yo solamente lo derribé. Nada justo. Tal victoria no me enorgullece.

Pero lo más costoso fue dormir al comisario Brady. Aquel día hice hoyos en la pared de una casona de Lincoln. Coloqué en uno mi fusil y aguardé oculto, mirando la avenida principal. Pasadas dos horas, apareció Brady cabalgando lento, con su sombrero que le oscurecía el lado derecho de la cara. Abrí fuego y la bala le partió el pómulo y la mandíbula. El segundo tiro dio en la sien y el tercero destrozó su nariz. El caballo huyó. También yo.

Mi captura se valuó en 500 dólares y el sheriff Pat Garrett inició mi cacería en diciembre del '80. En las emboscadas, murieron mis hermanos Tom O'Folliard y Charlie Bowdre, mientras que sobre mí cayó la sombra de prisión. La fecha para ahorcarme en Lincoln se fijó para el 13 de mayo, entre las 9 matutinas y las 3 vespertinas, pero escapé antes rafagueando a dos guardias. Las últimas dos rayas en mi revólver.

Recién escribí la séptima carta al Gobernador Wallace pidiendo tregua, pero su indiferencia me sentencia más que el Todopoderoso. En tanto, el maldito Garrett es un zorro rabioso que me acecha. No lo huelo, pero él me olfatea muy de cerca.

Hoy es 14 de julio de 1881. Amanezco lagañoso en el caliente Fort Sumner, recostado entre la ventana sucia y la espalda desnuda de la mejicana que me ha servido más con sus manos que con su boca. ¿Será que mi cuerpo de pera no le apetece?

- Esa noche, el sheriff Garrett, el hombre que practicaba matando búfalos, pilló finalmente a Billy The Kid derramando saliva entre los senos de la misma mejicana. Antes de que éste tomara su revólver, se escuchó un disparo y se dibujó un hueco rojo en el pecho del joven. El cuerpo cayó y se dice que la agonía, blasfematoria al por mayor, duró dos minutos. Los relatos añaden que el cadáver fue lavado y exhibido en el vidrio de un almacén. Que al cuarto día lo maquillaron y que a la semana... decidieron sepultarlo.

Por último, se dice que El Todopoderoso cerró de golpe el libro de salvación al toparse con Billy, pero, seamos sinceros, esto no puede comprobarse porque nadie, nadie, nadie... lo ha visto.

Me refiero a Billy -

Monday, April 6, 2009

Inphidélico


Nací Aries, aunque Tauro me peleó hasta el final. Muchos libros me aburren y muchos SMS de no más de 5 palabras me han curado. He tenido amores de microondas y he sufrido las consecuencias.

Hoy simplifico considerables situaciones sin llegar a convertir mi vida en un vil EP. Disfruto el silencio, tomo la carretera de noche a menudo y no dejo de simular con los brazos que toco la batería. Expulso estrés, o por lo menos me hago a la idea de que estoy más tranquilo.

Uso la lengua para herir, pero no me la corto porque también sé halagar y paladear. No me alarmo con los temblores, pero me da pánico todo aquel que se coloca en una cornisa, ya sea para tirarse o para amenazarme. La fosa nasal derecha se me tapa cada noche.

Los refrescos de lata me duran 20 sorbos y a mi pandilla de amigos no se les acaba el gas. No me apresuro a tener hijos y soy adicto a las canciones que no son lanzadas como singles. Observo a mucha gente que jamás sospecharía que existo y amo el licuado de mamey, pero odio la sensación espesa que me deja. Sé que puedo morir si me atrevo a patinar en hielo.

Tomo café lechoso, aborto la impuntualidad y miro las boobies con la atención que merecen. Vivo no como si fuera el último día, pero procuro que a diario haya sensaciones de sábado. Hago sincronizadas, hago muecas, hago que no veo a nadie y, a veces, disfruto hacerme güey. Detesto la cerveza.

Conecto con Dios a solas. Él me responde siempre, y aunque a veces se tarda, jamás ha sido impuntual. Tomo el vodka con piña. Mis dedos son horribles por comeuñas y me niego a sustituir la cartera que le compré en 2004 a los nativos de El Calafate. Deseo, por cierto, volver a la Patagonia.

Hablo con más hombres, pero platico más con mujeres. Me gusta joder, me intrigan los asesinos seriales y procuro ayudar, pero odio pagar por las tropelías de la gente. Sé pedir mil consejos más que hace 10 años y llevo a dieta 36 meses, pero nunca ha durado ésta más de tres días seguidos. Soy nitrógeno, pero tengo corazón de gelatina. Estoy damnificado de muchas cosas, pero no puedo pedir más.

Y sí, lo diré: sin mi esposa mi perversión sería un tigre en el mar.