Wednesday, May 28, 2008

La noche plácida


Cuando uno escucha el sonido terso de un oboe fugado del resto del pelotón instrumental, las palabras se hacen burdas. Quise evitar las lágrimas, pero mirando alrededor y captando el suspiro colectivo, a mis ojos les dio epilepsia.

Ennio nos obsequió anoche un buen bocado de estrellas, una merienda genuina. Vi muchos besos en las sienes, algunas narices congestionadas, gente con la mirada perdida hacia el techo del auditorio y manos tomadas con más fuerza que costumbre. Con acordes así, se repavimenta el pasado y el presente se hace menos tóxico. Las notas eran azúcar y nosotros una fila de 10,000 hormigas.

No hay duda. Es más plácido dormir luego de un par de horas de escuchar a este italiano de espalda recta, mirada agradecida y piernas cortas.

Monday, May 19, 2008

Roger y David


Conectado a la red en una sala de espera del Aeropuerto de Barajas, en junio del año pasado, encontré un video cuyas imágenes no han cesado de provocarme una desesperante variante de silencio. Dura muy poco, una nimiedad para mí en esa mañana de 2007; una eternidad para dos individuos en aquella tarde de 1973.

Aclaración pertinente: Roger Williamson y David Purley nunca fueron amigos, pero seguro se despidieron como hermanos entrañables... después de dos minutos.

http://www.youtube.com/watch?v=3mz3ZzSXyWM

Thursday, May 15, 2008

Las charlas gordas a las que se les salía el ombligo por no creer en las dietas del amor


Si bien el tema de las mujeres siempre me ha fascinado, la mayor concentración de reflexiones y charlas sobre el sexo opuesto las tuve entre 1993 y 1999 al interior de un pequeño cuarto que mi abuela Carmela gozaba en su antigua casa.

A lo largo de esos seis años, por sus oídos desfilaron las historias de cinco noviazgos míos y por su mente volaron incontables imágenes de aquellas "niñas mías" que le merecieron una opinión específica. Ninguna cosechaba un concepto similar o un disparate. Mi abuela archivaba a todas y, cuando parecía inevitable compararlas, prefería dejarme en evidencia diciendo que era yo el que repetía un patrón de consumo sentimental.

Todo se asemejaba a una pasarela de alto nivel. Por más dudosa que fuese la procedencia de las susodichas, ella trataba cada caso como el sastre al tomar aguja. Todas merecían estudio, todas eran desmembradas y reconstruidas con el respeto que suscitan los instantes "de excepción" en la vida. No importaba que mi relato incluyera a una mujer de carne y hueso o a una ilusión de ciencia ficción. Si el modo de hablar de Carmelita pudiera traducirse en escritura, ninguna letra se apretaría con otra.

Dos formas de comunicar coexistían en esa habitación, al amparo de los cuadros de los nietos que ella tenía como tesoro mudo. Yo abanderaba la era del manoteo al hablar y ella rendía culto a la época del buen escucha. Por ello, nuestra posición siempre fue la misma. Yo, sentado en el sillón grande moviendo tanto la boca como las manos, mientras ella, inmóvil, me miraba con serenidad desde su mecedora, con la punta de sus pantuflas rozando la alfombra y escuchando mis relatos sin interrumpir. A diferencia de la mayoría, mi abuela no anticipaba respuestas en su mente ni se apresuraba a refutar. Sólo contestaba tras recibir la totalidad de mis palabras y, entonces sí, ya cubiertos por silencio, me regalaba sabiduría con frases cortas de largo alcance.

Eran charlas gordas, tan gordas que se les salía el ombligo. Y cuando quedaba clara la estrategia de "cacería", me marchaba a casa, normalmente a deshoras. Aquellas pláticas servían de prótesis cuando alguna ausencia se hacía presente y atormentaba mi cabeza.

En resumen, había dos clases de mujeres: las que me añoraban y a las que yo me les postraba. Y aquellas "niñas mías" eran, según mi abuela, exactamente lo mismo. Así que todo se reducía a mí, a saber maniobrar en el tiempo indicado, en la forma precisa, en el tono adecuado. Los resultados dependían del balance de estas tres premisas y sus variaciones, por ínfimas que fuesen, catapultaban diversas consecuencias. El soplido que yo soltara de un lado del oceano podía desatar un huracán en la otra orilla. Así era mi vida entre amores, desamores y meras alucinaciones.

Cuando por fin estabilicé un noviazgo de años, la fuente de aquellas conversaciones con Carmela se fue secando hasta quedar en un lento goteo. Luego quebró esa relación y seguí mi camino con el sexo opuesto, dando tumbos, hasta casarme, ya sin muchas indicaciones de la damisela de la mecedora, quien hace poco cumplió años.

En su festejo número 85, mientras los nietos que oyeron nuestras pláticas colgados en los cuadros de aquella habitación cuidaban a los bisnietos, mi abuela se acercó y me confesó su cansancio. Yo le dije que descansara, pero no mucho, porque es indispensable para todos y, especialmente, para quienes un soplido de sabiduría suyo nos desató un huracán de enseñanzas gordas que nos han hecho enseñar el ombligo... en más de un acostón con el amor.

Sunday, May 4, 2008

La roca que lloraba


Si el viejo diario no miente, fue la mañana del 16 de junio de 2000. Dejamos Zurich caminando y nos internamos en Lucerna.

Lo encontramos acostado. Nadie habló. Omitimos los sonidos y nos dedicamos a mirar. Un pequeño estanque, olor a tierra mojada y, detrás, esas patas gordas recostadas y esas costillas con una flecha clavada.

Única vez en la vida en que vi a una roca llorar. Y con aquella imagen del león en agonía, siempre ha habido un buen motivo para recapitular.

En aquel instante, en aquel estanque, vi mi vida cambiar.