Monday, March 31, 2008

La cuchara filipina


Recuerdo que, al abandonar la cancha, mi papá me recibió con un abrazo entrañable y achaparrado (mi estatura era indivisible). No era para menos. De los 6 años que le invirtió a mi educación futbolera en la escuelita del Club América, éste fue el único en que salimos campeones.

Nuestro equipo se llamaba Titanes, a las órdenes del temible Aguayo y nuestro uniforme era horripilante: verde con un blanco funesto (como el de la crema Los Volcanes). Sin afán de presunción, éramos un trabuco y, en mi caso, gozaba por vez primera de un entorno privilegiado, con Paco que desbordaba como ratero, con Carlo que le pegaba como la primera bala de un batallón de fusilamiento y con Hugo que dirigía a todos como el pez más orientado del cardumen. Montero en la zaga era garantía, Juan Jorge era el equivalente a Beckham (posaba más y evitaba que el equipo fuera llamado "el de los morenitos"), y yo era volante por izquierda.

Pero en este universo de 16 "titánicos", había un compadre de pata flaca, callado, tímido y con el cuerpo más parecido a un flamingo, además de tener los ojos estirados de un filipino. No recuerdo su nombre, pero era la burla de todos. Corría con tal esfuerzo que parecía trotar en agua. Para dar un paso, primero corría el riesgo de que la rodilla le pegara en la barbilla. Por todo esto, Aguayo lo metía los 15 minutos que marcaba como mínimo el reglamento.

Con todo y "Filipino", quien era como la Groenlandia del equipo, nuestro torneo fue impresionante. Ganamos 10 y perdimos uno. Entramos a Liguilla y en la Final debimos enfrentar a Astros, un cuadro cuya combinación en el uniforme también era lastimosa: naranja con negro. Así pues, todo se pactó para un sábado a las 7 AM. Duelazo. Momentos antes del silbatazo, Aguayo nos hablaba como perro rabioso. Nos dijo que nuestro éxito en la vida dependía de los siguientes 70 minutos (años después comprendí que la vida se puede perder en lo que uno reclama un fuera de lugar).

Empezó la guerra bajo un inclemente frío, y mientras pensábamos en las apocalípticas advertencias de nuestro entrenador (quien por cierto parecía vendedor de choripanes), el rival nos madrugó con un disparo que todavía recuerdo como el más maravillosamente doloroso. Hasta me dieron ganas de ir al baño, así que empecé a trotar con las rodillas pegadas. En el medio tiempo brindé desahogo a mi esfínter y, ya fresquito, regresé al campo con dos litros de leche Alpura menos ("no puedes irte a jugar sin un vaso de leche en el estómago"). Mi madre, cómo la quiero.

En el segundo tiempo, "Filipino" seguía dormido en la banca y todo se reducía a: 1) perder con el 1-0 en ese momento, o 2) caer por default por no meter al flacucho durante los 15 minutos reglamentarios. Por fortuna, nuestros enemigos volvieron a la cancha pajareando y en menos de cinco minutos les llenamos de tomate su portería. Carlo y Hugo, con dos golazos, nos dieron ventaja. Pero la historia señala que a los troyanos los agarraron dormidos, a los romanos fornicando y a los nosotros festejando antes de tiempo. Un rival tomó la pelota y usó la cancha como pista de hielo hasta dejar el balón en las redes.

Llegó el tiempo extra y, ni modo, a meter a "Filipino". Juan Jorge fue el sacrificado y quien seguramente pensó que no valía la pena seguir viviendo. ¿Cuál era la táctica con el recién ingresado? La obvia: "Vas de cazagoles, no se te ocurra bajar de la media cancha, vas arriba". Traducción: "Lo más lejos que estés de un autogol, mejor".

Sentimos que jugábamos con uno menos, sentimos que éramos cucharas contra un ejército de tenedores. Pese al 2-2, salimos como derrotados. Por supuesto, nos apedrearon el rancho y los postes rebotaron las esperanzas de Astros. Y de pronto.... entre la pierna de un verde/crema y el muslo de un naranja/negro... se escapó un rebote justo a los pies de "Filipino". El balón botando semilento y acercándose a la guarida del portero rival. Nadie frente a él, no hay fuera de lugar, todo para anotar el del campeonato.

El tipo empieza a correr cual largo es, casi se fractura la barbilla con las rodillas y, ante la salida del portero, mete el empeine perfectamente mal. El balón hace un extraño en su zapato y se da lo que técnicamente se conoce como "cucharón". El esférico vuela, le pega a San Pedro en la barba y vuelve a tierra para entrar botando al arco enemigo. Desde los tiempos de Cristo, nunca veneramos tanto una "parábola".

Al abandonar la cancha, mi papá me recibió con un abrazo entrañable y achaparrado. No era para menos. De los 6 años que le invirtió a mi educación futbolera en la escuelita del Club América, éste fue el único en el que aprendí que para ser el mejor equipo se necesita tenerlo todo, incluso a un tipo malísimo que tenga una cuchara en el pie y que pique como tenedor.

Monday, March 24, 2008

1983


Uno de los grandes recuerdos en mis casi 30 años le pertenece a mi abuelo y a la vez se liga con una faceta desconocida de la niñez: yo fui director de orquesta a los 5 años.

El concierto constaba de dos piezas de tres minutos cada una y fue organziado por el glorioso Jardín de Niños Sol, mi primera escuela. No sé a quién se le ocurrió distinguirme del resto de mis amiguitos para manejar la batuta desde lo alto de un banquito, pero desde días antes mis padres, en su versión de casados, se encargaron de comprarme el mejor gel y un esmoquin impecable para convertirme, por vez primera, en pingüino.

Lo que a continuación se escribe fue sacado del testimonio de ciertos evangelistas de la familia, pues es obvio que mis recuerdos de 1983 son vagos.

Al llegar el día del recital, mis padres me tomaron una fotografía (ya ataviado con el traje y el moño) en nuestro entonces departamento. La amarillenta copia de esa imagen duerme en uno de los cuadros con que mi madre decoró la pared que da a su recámara, y forma parte del tesoro de una familia que, sin estar, sigue siendo.

Tomada la foto, partimos en el VW naranja de mi padre rumbo a una calle junto a un parque, donde se levantaba imponente mi jardín de niños. Años después, esa estructura de colores equivaldría al tamaño de un aula magna de mi universidad. Signo del abatimiento de "los años viejos" y del éxito de mi padre en beneficio de nosotros, sus hijos.

Llegamos al kínder y me despedí momentáneamente de mis padres, consciente de que en nuestro próximo encuentro los miraría desde lo alto de un banquito de 30 centímetros, en el centro de una rueda de pequeños músicos y empuñando la batuta al estilo de Luis Herrera de la Fuente, director predilecto de mi papá.

Cumplida la hora, salí a escena e hice la caravana a los cuatro puntos cardinales que la maestra me encargó una y otra vez. Además de mis antecesores, mis abuelas Esther y Carmela, mi hermana Lawrence, mi tía Laura, mi abuelo Ramón (el mejor peinado que he visto en mi vida) y mi tío Ernesto, entre otros familiares, aplaudieron con ese ahínco con el que al aludido se le acumula el nerviosismo.

Hay instantes en la vida cuyo grado de perfección es tal que sólo están destinados a la catástrofe y fue justo esa dimensión de ironía la que me hizo dar un manotazo al aire en la segunda pieza y sufrir un desbalance. Al momento de decidir con qué parte del cuerpo caer, preferí salvar la nariz y me fui hacia atrás. La nuca primero, luego las piernas, finalmente... la mofa.

Lo seco del golpe ayudó a evitar la humedad del llanto, y así me disfracé de valiente adolorido (los evangelistas cuentan que no hice mueca alguna). Esos segundos de rodillas parecen ser eternos y uno desea ser un trozo de pavimento y no brotar otra vez, pero entonces sentí un jalón en el brazo derecho y ahí estaba él. No sé cómo, pero mi abuelo Ramón, al tiempo que me puso en pie, lanzó a todos una mirada suficiente para que cesaran las risas. Sin dejar de amenazar a la multitud con las pupilas, acomodó el banquito y me ayudó a subir en él. Mi único recuerdo firme de aquella tarde es lo que me dijo: "Ya estás arriba; empieza otra vez".

Cinco años después del recital, mi abuelo fue operado sin éxito por un cáncer de colon y los evangelistas que lo acompañaron en la última noche aseguran que ni siquiera en la cama de muerte perdió los surcos precisos de su peinado. Al parecer, tenía dominados los momentos difíciles, especialmente aquellos en los que uno se derrumba en medio de una multitud, ya fuera sobre un banquito en un concierto para niños... o bajo las sábanas en la última noche de su vida.

Monday, March 17, 2008

Lado B (parte 2)


La música no siempre expresa todo.

2 Minutes To Midnight - Iron Maiden
Este track de Iron Maiden es una referencia al "Doomsday Clock" (Reloj del Apocalipsis), un símbolo del peligro nuclear creado por la Asociación de Científicos Nucleares Norteamericanos en 1947, con el plano mundial y dos agujas manipulables.
La manecilla de las horas está fija en las 12, y el minutero se ha movido en 19 ocasiones a lo largo de la historia, dependiendo de la cercanía a un choque nuclear (la media noche).
El momento más crítico se dio en septiembre de 1953, cuando estadounidenses y soviéticos probaron la bomba de hidrógeno. La canción habla justo de aquel tiempo, en que el reloj llegó a las 11:58.
La última vez que se modificó la hora fue enero de 2007, cuando se marcaron las 11:55.
En la portada del single aparece la mascota de Maiden, "Eddie", y al fondo un estallido nuclear, decorado por las banderas de países como Irak, Israel, Estados Unidos, Cuba y la extinta URSS.
El embajador estadounidense en Iraq, Ryan Crocker, dijo tener en su oficina un poster del álbum "Powerslave" (en el que se incluye este tema).

(White Man) In Hammersmith Palais - The Clash
"Podría morir oyendo esta canción".
Esta declaración de Joe Strummer, líder de The Clash, a la prensa británica en julio de 1978, correspondía al corte "(White Man) In Hammersmith Palais".
La letra y el título refieren a un concierto en el Hammersmith Palais, de Londres, al que Strummer asistió como "hombre blanco en medio de una masa de raza negra" y que rindió culto aquella noche a Delroy Wilson, Dillinger y Leroy Smart, virtuosos del ska y del reggae.
El tema permaneció como uno de los preferidos de Strummer al grado de que, tras la ruptura de The Clash, él siguió interpretándolo con su nuevo grupo: The Mescaleros.
El 22 de diciembre de 2002, Strummer falleció repentinamente en su casa de Broomfield a causa de una falla cardíaca congénita no diagnosticada.
24 años después de aquella declaración premonitoria sobre su "muerte ideal", los acordes de "(White Man) in Hammersmith Palais" se escucharon en el funeral de Joe, siendo la única canción de The Clash que le rindió tributo mientras bajaban su ataúd.

The Lovecats - The Cure
En noviembre de 1982 Robert Smith declaró que si una canción de The Cure alcanzaba el primer lugar del chart británico, en ese instante disolvería la banda. Casi un año después, "The Lovecats" vio la luz y trepó la escalinata musical hasta detenerse en el segundo peldaño.
Si bien cumplió su palabra y permitió que la agrupación siguiera adelante, la aproximación de la canción al sitio de honor hizo que Smith entrara en crisis y se enrolara en otra banda con la cual simpatizaba: Siouxsie & The Banshees.
Mientras el tema invadía la radio en la Navidad de 1983 y se consolidaba como el corte más laureado de The Cure hasta entonces, Smith salía de gira con esa banda alterna y consumía una masiva cantidad de hongos.
Por ello, no resultó sorpresivo el video de "The Lovecats". Inspirado justamente en su etapa más "alucinógena", Robert fingió estar interesado en una casa en Hampstead, con el único objetivo de grabar ahí el video. Así, logró que el vendedor de bienes raíces le permitiera pasar una noche en esa morada. El resto de The Cure arribó horas después y, al final, las imágenes quedaron a la medida para ser editadas.
Robert entregó las llaves al día siguiente, argumentando que no tenía dinero suficiente para comprar la casa.
Casi 25 años después, "The Lovecats" no figura ya como el tema más importante en la carrera de The Cure, pero se mantiene en la memoria de Smith como el motivo por el que la agrupación casi se desintegra, según una entrevista en 2004: "'The Lovecats' fue lo más cercano que logramos acercarnos a la canción pop perfecta. Qué horror".

Fade To Black - Metallica
Metallica siempre ha vivido con una realidad particular: en los conciertos muchos fans toman asiento cuando se interpreta una "balada".
Y "Fade To Black", un corte de 1984 que habla del suicidio de un hombre, es tachada por algunos de ellos al considerarla la primer balada en la historia de Metallica.
El baterista Lars Ulrich le dijo hace tres años a MTV que cuando fue escrita esta letra en los estudios Sweet Silence de Copenhague, él y el vocalista James Hetfield pensaban solamente en la muerte. Y el motivo era simple: en enero de aquel 1984 les fue robado en Boston casi todo su equipo musical, incluido un amplificador que recibió James de parte de su madre, poco antes de que ésta falleciera.
Dos particularidades más están conectadas con esta canción: "Fade To Black" fue lo último que tocó el bajista Jason Newsted con la banda (el 30 de noviembre de 2000) y también fue la canción en cuya interpretación Hetfield sufrió un accidente pirotécnico en un show en el Estadio Olímpico de Montreal, en 1992. Por fortuna, su brazo sólo sufrió quemaduras de segundo y tercer grado.

Lo dicho: la música no siempre expresa todo.

Tuesday, March 11, 2008

Estocolmo


Telegrama:

Cuchillo entre los dientes. Secuestrado. Cautivo por 3 años y 3 meses. No pido rescate. Manifiesto dicha. Síndrome Estocolmo. Pasado necesario, presente en plenitud. Morir aquí. Clave al momento... movimiento, mucho movimiento. Objetivo: matar costumbre. Noviazgo con firma. Bendecido. Agradecido. Algo me dieron a beber. Estoy mareado, mareado, mareado.

Tuesday, March 4, 2008

Llamada perdida


Viernes. Nariz espigada, ojos miel y en el hombro derecho la marca de una vacuna que no cicatrizó bien. Es alta y atractiva, pero alguna pena se le escapa por los ojos como preso que saca los brazos entre los barrotes de su cárcel. Su llanto es inconstante. Se fuerza, se relaja, respira fuerte, se limpia los ojos. Con el índice se borra una lágrima y por rachas de tres segundos llora a mares. La dicha de su pasado es cien veces menor que el infierno de su presente. Quien es feliz creyéndose incombustible, de pronto es cuerpo en llamas. El amor es flamable.

El parque es grande y, sin embargo, un movimiento me delataría y esta mujer sabrá que espío su desgracia. Es veterana, debe contar 40. Luce un escote ligero cortesía del segundo botón que no quiso alinearse. Suena el celular y lo mira sin parpadear. No contesta y muere el sonido al sexto tono. Abre el aparato y acaricia la pantalla en la que aparece la llamada perdida. Con el pulgar limpia la grasa que ha dejado el oído, pero no limpia el alma. Desde que Dios inventó el dolor, unos lo sofocan como merolicos y otros le rinden tributo con el apretón de un nudo estomacal.

Este sufrir es violento, es de los que no permiten hablar. Amordaza la voz. Por algo menor, ella estaría con amigas en una de esas jornadas de café en las que el motivo de despedida viene cuando los meseros colocan sillas sobre las comensales. Si estuviera en casa, quizá se sentaría en la ducha mientras el agua caliente cae fría. Entiendo a esta desconocida. Su pena nos une. Yo fui ella alguna vez y cuando morí y me hicieron la necropsia me encontraron altas dosis de lágrimas por culpa del sexo opuesto, así como un derrame de ideas inconclusas, hemorragias derivadas de mis temores y añoranzas enquistadas. De eso se compone, la mayoría de las veces, el desamor.

Retumba otra vez el celular. Lo mira y deja que el brazo con el que lo sostiene caiga con la fuerza de un ahorcado. Los tonos muerden hasta que el sonido deja de ladrar. Nada por decir. La pasión requiere un mínimo mástil de anhelo, pero aquí el deseo es no desear ya.

Hay sufrimientos que se fingen, pero los auténticos, como éste, son los que se viven sin testigos. Fantasmas como yo no somos compañía. Aquí soy otro árbol y hago lo que hacen ellos: observar y callar.

Hoy vine a comer al parque y me empaché de su llanto. Algún día comemos unos, algún día nos comen otros, algún día por más que masticamos lágrimas, no digerimos desgracias. Hay atardeceres en los que uno envejece más, vacunas que nunca cicatrizan y engaños que, paradójicamente, resultan ser las únicas verdades.

El diablo es el único al que no le faltan sustitutos.... cuando sale de vacaciones.