Friday, September 28, 2007

El mamón


"Tienes cara de mamón; te me hacías de lo más mamón".

Aunque El Corredor jamás se ha caracterizado por incrustar en sus textos palabras que desarticulen el "Jogo Bonito" del lenguaje de Guanajuato (correctísimo como el Cristo de Silao), en esta ocasión no tuve opción y puse las palabritas que me han repetido últimamemente muchos amigos, conocidos y quienes brindan conmigo hasta en el desayuno.

Sí. Percibo una cruzada en mi contra (particularmente contra mis gestos, muecas, facciones y no sé qué diablos más) organizada por Dios sabe quién, pero que ha derivado recientemente en un ataque frontal, persistente y sistemático en el que se me dice que quienes me conocen pensaban que era mamón al principio y quienes no me conocen seguro me lo dirán cuando me conozcan. En resumen: soy un maldito mamón a sus ojos.

En mi defensa diré lo siguiente: ciertamente no me interesa conocer y tratar con toda la humanidad, pero eso tampoco significa que sea el Scrooge de la Asociación de Colonos de San Bernabé esquina con Cruz Blanca, al cual los demás entes le valen una soberana sardina. No. De hecho, cuando llego a quitar el parabrisas, dejo que la lluvia me empape... y rico.

Hace algún tiempo, estábamos mi amigo Mike, mi cara de mamón y yo platicando (los tres bien bolsones) a pleno rayo del sol en un estacionamiento del sur de la ciudad. Ningún tema en particular, así que todavía más a gusto la plática. No recuerdo el motivo por el que en algún momento dije algo en voz alta que alcanzó a escuchar un metiche (llamado Polo), quien de pronto irrumpió en la conversación sin previa invitación.

"¡No lo critiqueees, instrúyeeeloo!" (tono de voz de cabecilla naquete de la última butaca de la Barra Monumental un domingo en el Azteca). Mike y yo nos quedamos callados, pero quien sí respondió fue mi cara de mamón: "Ah. Qué onda güey" (tono de sepulturero consumado, que lo único que está solicitando en ese preciso instante es que el tal Polo se evapore, se esfume y se haga inmaterial con todo y sus dientotes de tiburón martillo a medio morir, de esos molares que se ven por más que el pedazo de metiche intente cerrar la boca).

No, no es mamonada. Simplemente hay gente que no puede conquistarte si viene vestido con playera del tucán de Poco-Loco, pantalones beige de vestir, calcetines de Adidas y mocasines a los que el güey cree que les tiene que conseguir unas agujetas bonitas. Ni qué decir de los lentes de Beto el Boticario. ¡¿Qué en su familia nadie le avisa?! Este compadre no la libra ni con un trabajo integral de hojalatería y pintura.

Mi amigo Mike me apoya, pero él es buena onda, no tiene cara de mamón y cuida la forma, la forma y después la forma, a pesar de que el objeto de estudio sea "amorfo", como Polo.

Sí, lo admito. Con el tal Polo no sólo no quité el parabrisas. De hecho lo centré, aceleré, me lo llevé, metí reversa, le subí al radio, lo volví a centrar, lo volví a arrollar y, ya después, le pedí una disculpa, pero pues... ya no reaccionó.

Por lo demás y con los demás, suelo ser... ¿cómo decirlo?... meramente precavido. Tal vez porque sé que, una vez nadando en aguas abiertas, me dejo hacer cosquillas hasta por el más pequeño de los ajolotes. Y todos los ajolotes que me rodean, incluyendo a quienes leen la presente "carta del mamón", me resultan indispensables, aunque pocas veces se los haya dicho.

Friday, September 21, 2007

Diez años... sin llorar


Le agarré su mano y traté de hablarle, pero estaba completamente entubada y eso me hizo flaquear. Si ella casi no podía mirarme, yo apenas era capaz de susurrar algo, así que ese día, como nunca antes, nuestra conversación fue particularmente complicada. Aquel día que se convirtió con las horas... en el último.

Ese 21 de septiembre de hace 10 años cayó en domingo y tanto mi hermana Lawrence como yo fuimos de los afortunados en todavía ver a mi abuelita Esther llenando de aire flácido el tubo que entraba por su boca, cuyo tamaño y grosor me hacía que el solo mirarla me causara dolor físico. Difícil creer que ese monstruoso conducto que se empañaba y se aclaraba fuera su única forma de seguir aquí, con nosotros, mirando en tandas interrumpidas a mi hermana, luego a mí y, después, al techo. Cuando volteaba para arriba, hacía un gesto. El cáncer golpeando y golpeando. Las muecas eran la voz de los espasmos.

Tomé la mano de mi abue y le dije algunas cosas. Seguramente quise darle ánimo. Si ella soltó una lágrima, eso no lo supe y no lo sabré. Tal vez esa gota que resbaló y mojó el tubo por fuera era eso, una lágrima, tal vez no. Según yo, ella no podía escucharme bien, pero igual apretujé con cuidado su mano izquierda, la de las venas saltonas. Si en el resto de su cuerpo había rigidez a causa de los espasmos, al menos a esa mano se aferraba la última dosis de suavidad de alguien que siempre me dijo "Luigi, te quiero mucho".

Nos marchamos cerca del mediodía y hacia las 4 de la tarde vino la funesta llamada. Mi padre supo todo de este lado del auricular. Mi madre tan sólo supo que mi abue había empeorado. Entendible mentira. Siempre hemos pensado que es mejor decir "media muerte" que "muerte". Uno se hace a la idea y creemos que postergando mitigaremos un poco el dolor.

Al llegar a la clínica, todo estaba más oscuro que en la mañana. Con el sol se habían marchado mi abue Esther y mi entendimiento. A mis 19, ya bastante crecidito, apenas contemplaba la partida de un ser querido de una forma vivencial. Ocho años antes mi abuelo Ramón se había ido, pero el golpe lo canalizó de un modo raro mi niñez, sin que eso significara que no hubiese llorado como escuintle que era.

Todavía pude mirarla y, sin duda, se veía mucho más tranquila que en la mañana. Dormida, sin calor, sin tensión, sin espasmos en el esternón, sin tener que estar soplándose mis caricias sobre las venas saltonas de la mano izquierda, la mano suave a la que el cáncer no pudo ni quiso invadir. Le dejó al menos un rincón sin sufrimiento por dónde respirar.

La miré y no lloré. La estudié y traté de comprender la relación de los temores y de lo que de pronto se convierte en la nueva realidad. Pero ante todo, agradecí eternamente a Dios verla una última vez sin ese tubo en la boca y sin los ojos vidriosos que le pedían ayuda al techo.

Hoy,10 años después de la partida de mi abue, sigo sin llorar por aquella tarde. Cierto que algo me golpea por dentro, pero para eso, prefiero pensar que mi mano izquierda es fuerte y es la que siempre me hace respirar y recordar los grandes instantes con ella. Los que no tienen techo.

Monday, September 10, 2007

El triunfo de las gorditas


La única actividad que una fémina cumple cabalmente desde la cuna y casi la muerte es ese macabro repaso del cuerpo de otra representante de su especie. Ellas le denominan “barrerse” y lo hacen con tal soltura que hasta al viento le da miedo cruzarse en pleno acto. No vaya a ser que lo tachen de celulítico.

Para las doncellas de nuestra generación (pegándole a los 30’s) fue relativamente fácil ejercer esta profesión viboresca en los años en que Madonna estaba bajo los reflectores como diva dominante. Para todas era sencillo tacharla de “piruja”, “zorra” o “ninfómana”. Enrollarse no costaba trabajo.

Pero en 1998… todo cambió. El multitudinario viboreo femenino se enfrentó a una nueva amenaza cuando de hombre a hombre corría una sola pregunta: “¿Ya viste a la chaparrita que canta ‘Baby One More Time’ con faldita de colegiala y medias encima de la rodilla?

La "Barre-Señal" apareció en el firmamento y despertó al monstruo anacondesco de la especie mujeril. ¿Quién fregados era esta curvilínea tontita que respondía al nombre de Britney Spears, que invadía MTV y que traía no menos que apendejados a todos los trípodes del globo?

Las coralillos, las boas, las de cascabel y especialmente las de celulitis y estrías acudieron al llamado de la sangre y dispusieron la estrategia para destruir con urgente inmediatez la amenaza. Se informaron de que ésta no era una Madonna cualquiera, sino que cantaba como niña babosa y se movía como monumental mujer. Objeto incomprensible y, por ende, no tan fácilmente aniquilable. El apocalipsis de las feas. La “buena nueva” de los garañones en el amanecer del milenio.

Cuando parecía que nada podría empeorar las cosas para la gran anaconda femenina, Britney se dio el lujo de demostrar que aún faltaban gambetas para causar el colapso total de sus detractoras: 1) Se puso un traje de látex rojo para cantar “Oops, I did again” (el título fue tan aplaudido por los sementales como aborrecido por las damiselas), 2) En una entrega de MTV se colgó un enorme y amarillento pitón en los hombros y unificó portadas alrededor del mundo, y 3) Un año después, superó toda expectativa al plantarle, frente a millones de televidentes, un cariñoso kiko con salivita a Madonna, hecho con impacto planetario y que logró lo que nadie antes pudo: provocar que le hirviera la sangre tanto a hombres como a mujeres. Todo... de un lengüetazo.

No hubo, en ese entonces, poder humano que la detuviera, mucho menos mujer que sombra le hiciera. Britney acababa de poner a sus pies a toda la tribu masculina, y de rodillas al perredismo de su propia especie. Tacharla de “revolucionaria” en el arte del marketing carnal era quedarse corto.

Jessica Simpson, Lindsay Lohan y Mandy Moore fueron colocadas en escena como un intento de diversificar el efecto Britney, pero se quedaron a medias y ninguna evitó los raspones de la ineludible comparación con respecto a quien empezó este relajito. Spears consiguió, con ello, que la gran anaconda femenina le quebrara los huesitos a sus malas copias y no a ella. Había desviado la atención, había vencido a la víbora de mil cabezas.

Por desgracia, y al estilo de Cleopatra, Britney acabó consigo misma, se casó, se embarazó, se rapó y gestó “el motivo” que nunca antes había dado para ser apedreada sin clemencia ni piedad. Peor aún, anoche regresó a la vida pública y lo hizo de la manera menos conveniente: mandó a su pancita por delante y después entró ella para cantar en los Premios MTV.

Sí, nutrió al reptil. Lo alimentó y, con ello, devolvió a la vida la convicción envidiosa que reza que no hay mujer que se salve de poner en su abdomen la consistencia de un budín de tapioca. Ahora todas las que la repudiaban la quieren porque ya es una de ellas. El imperecedero instinto de unión entre mujeres, el cobijo y el aprecio, mientras ninguna quiera pasarse de viva (o de buena).

La emancipación de la celulitis, el reinado de Britney que duró nueve años y los hombres que lloramos porque la princesa, con todo y látex, oops... ha muerto.

Sunday, September 2, 2007

Dolores


Desde Marilyn Monroe y Kim Novak hasta Monica Bellucci y Leonor Watling, las mujeres que más añicos han hecho mi cabeza y han puesto en severo predicamento mi sistema sanguíneo tienen tres ineludibles características: cejas pobladas, ojos que hablan hasta gritar y, ante todo, boobies apoteósicas.

Sin embargo, quienes me conocen de años atrás saben bien que mis momentos catárticos han tenido su epicentro en una chaparrita, flaquita, pecosa y no frontalmente virtuosa irlandesa que responde al nombre de Dolores O'Riordan. Bueno, ni siquiera este nombre debería volverme loco, pero el verla me pone tan, pero tan de buenas, que usualmente termino mal.

Prácticamente con ella, por ahí de 1993, clausuré mi gusto infantil por los Hot Wheels e inauguré oficialmente mi gestión de enamoradizo exacerbado y devoto del sexo opuesto. Fue una lumbrera, una revelación el que, acaso, no haya sido una actriz porno o una dama de la vida galante la que cogiera por vez primera mi atención de puberto. Fue ésta, fue Dolores... y esa voz, esa flacucha voz....

Si bien esto ayudó a que en los años siguientes me gustara significativamente The Cranberries, a la vez comprendí que el cuarteto musical era una suma de tres y una, o mejor dicho, de ella y los demás. O mejor dicho: ella, yo, y los demás.

Güera o pelona, cabello negro o rojizo, greñuda o casi rapada, mis hormonas jamás dejaron de licuarse en torno a esta delicia de doncella cuyo ángulo sexy aún no logro encontrar, especialmente cuando uno la ve brincando como gnomo pulguiento en el escenario. Sinceramente, no me importa. El que no tenga sueños líquidos por su culpa me hace sentir que todavía me queda un poco, una pizca y una morusa... de amor inocente.

Y esta noche del 2 de septiembre de 2007 (14 años después de haberla escuchado por primera vez), la susodicha tuvo la decencia de venir por fin a tierra tenochca a traerme gallo. Yo, muy obediente, acomodé el calendario para no faltar a la cita con Lolita, y hasta le dije a mi amadísima esposa que todo intento de violación hacia mis huesitos los agendara en cualquier horario anterior a las 7 PM de hoy y posterior a las 9 AM de mañana (por aquello de no estar echando guayabo y al mismo tiempo pedir que respirara al ritmo de "Zombie").... What's in your head!!!!

Cubiertas mis demandas, fui noble y al lugar de la serenata llevé a mi norteña, a mi hermano Alex y a mi primazo Edgar. Creo que desde que viajábamos en el coche los tres se dieron cuenta de que ya iba yo en estado catatónico, y que cualquier intento por sabotear mis emociones previas al concierto sería premiado con un elegante "'¿No quieres ir?, no vayas, esto es Ping Pong de dos sin reta".

Como buen novio, llegué a la cita una hora antes. Dolores andaba apenas maquillándose, así que maté minutos en tres actividades básicas: caminar 940 veces en torno a un cuadrito cuarteado de la explanada del Auditorio Nacional, hacerme manicure con los dientes y llamar a mis mejores amigos para narrarles a detalle la etapa previa a la primera serenata que no llevo, sino que me traen. Ninguno contestó el maldito celular.

Por fin, a las 7 de la noche con 8 minutos, O'Riordan ordenó que se esfumara la luz y la sala quedó en penumbra para iniciar el recital con exclusivísima dedicatoria al que escribe. "Amor, creo que se le olvidó la falda a Dolores", fue la primera frase romántica que aventé al ver a la hermosísima irlandesa tomar el escenario, acompañada por el trío Colibrí versión Dublín. "¡Hola querido México!", gritó antes de arrancarse con "Zombie" y creyendo que me siguen apodando "México".

En fin. Ya para la segunda rola de la serenata, Dolores se había quitado el saco y andaba enseñando chamorro color Gasparín (fue cuando mi norteña me explicó que no es que no trajera nada abajo, sino que su short, onda teveíta, era sumamente corto). Dedujimos que tampoco traía bra, aunque en ese punto coincidimos por unanimidad en que no lo necesitaba. Aquí radica la muestra de que es amor puro y limpio el que en mí despierta esta veterana de 36 primaveras. Y yo, aun sin boobies qué mirar, desfallezco.

Por ahí de las 8 de la noche le pidió al maestro Juan Penas irlandés que nos dejara solos para interpretarme al oído el "tuuubira, tuuubira" de "When You're Gone", mi favorita, el más grande momento del gallo, su súplica para que yo la perdonara por años y años de ausencia. El clímax, la silenciosa intensidad, la reconciliación.

Superados esos momentos en que uno balbucea y repite como baboso "Ya me puedo morir, ya me puedo morir", vino el final y la despedida que se escurrió dolorosamente y sin avisar. Se manifestó el cliché y al prenderse las luces me encontré congelado, con los ojos titubeando, las manos entrelazadas (tipo señora que le está rezando a San Charbel) y mirando la puerta por la que Lolita se metió y ya no volvió. La vieja táctica del adiós sombrío e intempestivo que, por ser sutilmente rápido, no permite que entendamos que la fémina se ha vuelto a marchar.

Amores de verdad, Dolores de verdad. Y esa voz... esa flacucha voz...