Tuesday, May 22, 2007

Las noches de acrílico


"¿Cuándo despertaste hormonalmente? Y, ojo, no te estoy preguntando de tu primera vez. Tampoco soy metiche".

Nunca había oido pregunta tan directa de una amiga como Mely, y aunque quise evitarlo, encontré una respuesta.

Mis hormonas despertaron cuando yo tenía 12 años, en los tiempos en que vivíamos en la casa de Ravena. Yo era un chavito baboso que no sabía ni cómo peinarse (aún no lo sé) y quien pensaba que su primera novia llegaría por correo o como regalo de cumpleaños envuelta en celofán (todavía no prefería el látex).

A diferencia de muchos de mis contemporáneos, quienes con la Princesa Leia experimentaron sus primeros hormigueos sensoriales, yo quebré mi cascarón con la vecina de la casa de atrás. Insisto: no fue mi primera vez, sino sólo mi aprendizaje hormonal. Ahí inauguré el hornillo, aunque no cociné nada.

Nunca supe su nombre. Todo se reducía en aquel tiempo a dar las buenas noches a mis padres, entrar a mi cuarto, cerrar la puerta, y, entonces sí, a las 11:30 de la noche, mirar por la ventana y esperar a que apareciera esa imagen de la regadera aledaña.

Algunas féminas afirman que nosotros, los hombres, aprendemos desde larvitas a fijarnos más en el cuerpo que en la cara. En este caso, no es que yo lo hiciera, sino que así tenía que ser. La vecinita que entraba a ducharse cada noche era una silueta, un cuadro impresionista al que no se le podía ver el rostro gracias al material de acrílico de su regadera. Así pues, se me podía declarar inocente al menos de los cargos de voyeur espurio y embrión pervertido. El "no ver todo" es a lo que las mujeres llaman "lo bonito", lo "sensual". ¿Miento?

Pero esa imagen borrosa era suficiente. A esa edad, nuestro tabulador hormonal es sumamente limitado. Yo vi curvas y sentí que había dejado de oler a talco, que había perdido la virginidad ocular y que estaba listo para llevar mis extremidades al extremo. Adiós Hot-Wheels, bienvenida la vida y la cristalización de los consejos consanguíneos en efectos sanguíneos. De ser el carnal de mi hermano, ahora yo era "carnal" en mí mismo. Acababa de conectar por vez primera mis ojos al enchufe correcto y, efectivamente, todo se encendió y se sintió eléctrico.

Las noches de acrílico con mi vecina duraban 20 minutos. Sin haber debutado en una cancha oficial, ya podía presumir de tener jornadas placenteras de tal duración. Incluso, memoricé la rutina de esas veladas enjabonadas: primero los brazos, luego el cuello, después abajo de la cintura y al final el cabello. Para el shampoo subía los brazos y parecía que todo el esternón se distendía y que el acrílico se convertía en una gran placenta de agua con un feto bien formadito. Vaya imágenes. Por vez primera veía el mundo en tercera dimensión, en vivo y a todo vapor.

Cuando quise pasarme de vivo para ver más, normalmente me desvié el tabique nasal o me hice un chipote en la frente. Una ganga a cambio de tener mayor nitidez a través de mi rectángulo de vidrio. Presumo haber sido el primero en utilizar una pantalla de cristal líquido.

Hablaría más sobre estos episodios del amanecer de mi adolescencia si no fuese por el drástico desenlace que tuvieron: en alguna de esas noches, estaba muy bien postrado sobre mi ventana y en pleno show cuando de pronto entraron mi padre y su insomnio a mi cuarto. En algo tan repentino da más tiempo de decir "Fuck it" que "¡Veeerde!".

La intención era arrojarme a la cama y fingir la siesta, pero se me apareció el fantasma de Juan Escutia. Me enredé en la cortina y mi gran brinco se dividió en tres saltitos tipo avioncito cuyo colofón fue un violento encuentro de mi frente con el buró. Mi padre, por supuesto, vio mis piruetas y después miró por la ventana para coronar mi osote.

De esas noches y de aquella vecina, hoy sólo queda un chipote y un recuerdo borroso. Tal vez mi memoria, a estas alturas, esté hecha de acrílico.

Wednesday, May 16, 2007

El impostor


A mi amigo Lalo lo quiero por tres cosas básicas: 1) ser un tipo incondicional desde 1993, 2) ir siempre bien ataviado a nuestras fiestas de disfraces, y 3) salvarme el pellejo en el examen final de la materia de Macroeconomía hace 10 años.

Sobre los primeros dos puntos no ahondaré, ya que el buen Martínez (así se apellida mi hermano de las cejas pobladas) ha confirmado su valía como compinche, pero en lo que refiere al examen, he de narrar lo que sucedió.

Olvidemos antecedentes estériles. Es suficiente decir que yo, como estudiante del Tec en ese entonces, era un bueno para nada en lo que al cosmos macroeconómico se refiere. Lalo, en cambio, no es que fuese un sapiente consagrado en la materia, pero a cambio de ello he de admitir que el morenito danzaba con la sana costumbre de "entender" y no "memorizar".

Martínez estaba en un grupo con el bonachón profe Zermeño y yo en otro con el maldito tirano de Pizarro (hasta nombre de malo tenía), por lo que el examen final de Macro le tocó en lunes y a este servidor 24 horas después, tiempo suficiente para que me dijera qué tan despiadada habría de ser la forma de exterminar vividores como yo. Así pues, yo le pedí a mi hermano que, cuando saliese de la prueba en el CEI (Centro de Exterminio Institucional), llevara consigo un examen en blanco para poder estudiar con él toda la tarde, teniendo una hoja de real calibre. Lalito no me falló y, al momento de entregar su examen, cogió hábilmente otro en blanco, lo metió a su chamarra y lo llevó a mi casa (aparte de todo, lo hice venir a mi morada, maldito descarado, me odio y me admiro a la vez).

Seis horas después, ahí nos tienen en mi cantón, levantando la estampa clásica de los tiempos estudiantiles con mi cuate. Él preparando el speech para aleccionarme del mejor modo posible, y yo con los pies sobre la repisa, viendo qué disco ponía y comiendo donas Bimbo.

El examen con clave ME-07, con 10 incisos incluidos, debía ser resuelto por mí en un máximo de 50 minutos. De lograrlo, estaba del otro lado y listo para el examen, así que comenzamos. Lalo apagó la música, me pidió completa atención y arrancó la cátedra que entró por mis oídos, se desvió al esófago, dio dos brincos en mi tráquea, se coló al estómago, se agarró a trancazos con las donas Bimbo recién horneaditas por mis ácidos y finalmente se perdió en algún túnel de mi organismo. De pronto, el PIB nominal se convirtió en persistente comezón de mi duodeno.

Como se esperaba, Lalo resolvió su segundo examen ese día y yo sólo me aseguré de poner mi cara de "sí entendí" para evitarle una frustración mayor. Pero ni así lo logré y, ya aprovechándome un poco de su nobleza, le hice una última súplica.

Día siguiente. 7 de la mañana. Estoy sentado en el CEI para hacer el examen final junto a dos grupos más. Tres maestros para cuidarnos (incluido el mugre Pizarro), pero su labor no será necesaria, ya que hay 80 tipos de examen, desde el ME-001 hasta el ME-080. Imposible copiar. El Tec de Monterrey vive su época más mamuca en la que presumen las estrategias más sofisticadas para acabar con los vivales del campus.

Yo habría estado resignado si no fuera porque, pese a estos controles extremos de seguridad, no hubiera cristalizado mi ópera prima en cuanto a amistad se refiere: Lalo sentado junto a mí, dispuesto a resolver un examen y a firmarlo con mi nombre. "No puedo creer que esté yo aquí, ya estoy de vacaciones", decía mi compadre. "Yo tampoco, pero échale los kilos y trata de superar ese 9 que obtuviste ayer", le contestaba mi cinismo.

Dos cosas no previstas (y cósmicas) ocurrieron en los siguientes 10 minutos, una maravillosa y una desastrosa: me tocó el examen ME-07 (¡el que resolvimos el día anterior!) y... nos informaron que uno de los profesores que nos cuidaban debía irse y que su lugar sería ocupado por Zermeño (¡el maestro de Lalo!).

Mientras mi amigo salía del shock e intentaba esconderse abajo del asiento, yo le pedía calma y llenaba los alveolos de mi examen más rápido que pronto. Al menos eso había memorizado: las primeras cinco eran A,C,A,C,B y las siguientes eran D,A,B,A,C. Todo resuelto, excepto un problema: Lalo se me moría ahogado en sudor. Ninguna mujer lo había puesto tan caliente por fingir ser alguien más.

Para tranquilizarlo, yo simplemente le presté mi gorra y le dije que bajara la cabeza. Acto seguido, me levanté todo despeinado, me preparé para entregar mi examen y le dije que, en cuanto yo distrajera a su profe, él (o sea yo) escapara como si estuviese en Alcatraz.

Transcurridos 20 minutos, ambos estábamos a salvo, él con su 9 de calificación y yo con mi 10. Él con su intestino hecho trizas y su identidad recuperada, y yo con el PIB nominal haciéndole cosquillas a mi duodeno.

Pizarro: 10 años después, la porra te saluda.

Sunday, May 6, 2007

Tijuana, la vida en la orilla


Tijuana me remitía a ciertas imágenes: sol, música de acordeón, víboras de cascabel, bigotones, tequila, alambradas de púas, trocas, mujeres guapas y mucha, muchísima sed. De hecho, cuando niño pensé que el calentamiento global tenía su base de operaciones ahí, y casi desde que era esperma juré jamás pisar esos rumbos en los que muchos ven la Siberia de México.

Pero como suele sucederle a un bribón, la vida me zancadilló dentro del área, reclamé y ni así marcaron penal. Me cerraron la boca, me sacaron tarjeta y hoy día cumplo una sanción vitalicia al estar enlazado, vía matrimonial, con una tijuanense calzonuda, orgullosamente norteña y endiabladamente adorable. Grata condena.

Fue en 2004 cuando me apersoné por primera vez en Tijuana con motivo de "La Pedida", ese evento cada vez menos defeño donde uno regulariza lo que ya tenía. "Suegros, vengo a pedir la mano de su hija porque quiero pasar con ella el resto de mi vida". En realidad lo que uno anuncia es: "Hago oficial que su nena ya no es suya-suya ni tampoco mía-mía. O sea, ni de ustedes ni mía. Ya es ella de ella, así que lo que quiera ella hacer conmigo, pues... ya no es bronca mía-mía".

Cuando aterricé junto con mi familia en aquel latifundio donde Jorge es "El Jorgito", Samuel es "El Samuel" y mi mujer es "La Mara" ó "La Cochi", confieso que me sentí Cristóbal Colón. Los chilaquiles nos creemos genoveses cuando pisamos provincia. Por eso allá nos quieren apedrear hasta con Panditas de gomita porque piensan que, aparte de mamilas e invasores, vamos a salir con el elegantísimo detalle de ensuciar su ciudad aventando una cáscara de plátano por la ventana (jamás lo he hecho, pero lo he pensado).

Apenas bajamos del avión, a mi ex cuñado y a mí nos abrazó el complejo de quien debuta como turista en Tijuana. Escuchamos un ruido y todos al suelo. Creímos que era un corte de cartucho de algún "malilla" cuando en realidad un charrito se acababa de subir el cierre de sus cimarrón. "Amor, bájale, no es tan mala mi tierra", me dice mi amada cada vez que digo esto.

Y es verdad. Fuera de que la inspección de nuestro equipaje la realizaron los Kumbia Kings, mi seguridad nunca ha estado en peligro. Aquella aventura marcó el inicio de mis expediciones a la hermana república de Tijuana, donde he aprendido no pocas cosas y me han agradado muchas más. Ejemplifico:

Sí, abundan las "Pickaaaps", pero hay quienes traen carros medianitos. No, Tijuana no es una Feria de Texcoco permanente. Sí, allá se pronuncia "Selínna" a la reina del Tex Mex. No, la ciudad no es un desierto donde un monstruo de arena sale cada año bisiesto. Sí, allá tienes que pedir un "Starbaaacks". No, allá el cigarrillo no se enciende con el sol ni la goma se hace silicón. Sí, a las mujeres les laten los chilangos. No, nunca me he trompicado con una serpiente. Sí, las tortas del "Wash" son deliciosas y no son un auto lavado. No, el "pisto" no es un arma (es chupe). Sí, algunos traen nextel en la bolsa derecha y su escuadra en la izquierda. No, con el calor no se nos nubla la mirada ni empezamos a ver el futuro. Sí, lo más bonito de Tijuana es San Diego.

Lo que más me costó entender fue la rimbombesca palabra "curado(a)". La primera vez que Mara señaló a una mujer en Tijuana y me dijo "Su ropa está bien curada", yo entré en una parálisis molecular. Mientras mis átomos se reorganizaban, imaginé que aquella dama de la que hablaba mi amada era leprosa y, muy a la usanza bíblica, había quedado curada por una gambeta celestial del Creador. De otro modo, no relacionaba yo el verbo "milagroso" con la prenda. No me quise ni acercar y simplemente le di la razón a mi güerita. Como dicen allá..."Pa' qué hacerle más al argüende".

Tiempo después y ya estando aquí en el "DFctuoso", Mara volvió a decir "...está bien curado". Yo pensé de inmediato en el retorno del leproso, pero cuando volteé a ver al culpable del comentario, se trataba del peinado de un caballero cuyos rizos no parecían causar desprendimiento de piel alguno. Fue entonces cuando me atreví a preguntarle a mi mujer qué significaban los mentados "curar, curado, curada, bien curada, requete curado".

"Amor, es como cuando ustedes los chilangos dicen 'eso está padre'. ¿A poco no es lo mismo?". Según yo, se oye más padre decir "padre" que tachar de "curado" algo "padre". Conclusión, los chilaquiles nos morimos de lepra antes que aceptar cualquier tipo de evangelización de provincia, pero yo, ya con varias expediciones a la hermana república de Tijuana, debo admitir que estos son mis auténticos vecinos del norte.

Aunque hay plenitud en mi orgullo capitalino, hay mesura en el juicio hacia "mi ciudad política". Hoy le profeso cariño, y cómo no, si mi amada es el paisaje más excelso de aquellas tardes amarillentas, y la mujer que compartió durante su infancia historias fascinantes con fantasmas, mitos y héroes fronterizos que hoy, pese a muros y alambradas, se siguen brincando el presente y perduran por años para vernos desde el otro lado.

Eso es lo "padre" de vivir... en la orilla.